BOLETÍN DE CINEMATOGRAFÍA INDEPENDIENTE * EDITORES: ERIC BARCELONA & JOSÉ ANTONIO BIELSA * COLABORADORES: JAIME AGUIRÁN, MARÍA PILAR BIELSA, NURIA CELMA, HÉCTOR CONGET, JORGE VARGAS, COLECTIVO CINEMA89 - BARCELONA / ZARAGOZA


Traductor

23.9.11



TRAS DOS AÑOS Y MEDIO DE ACTIVIDAD IRREGULAR Y SOLITARIA, CINE Y REVOLUCIÓN SE DESPIDE DE SUS HIPOTÉTICOS LECTORES.


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20.7.11

EL CINE DE KENJI MIZOGUCHI, por José Antonio Bielsa Arbiol




PRESENTACIÓN

¿Qué hace realmente grande a un cineasta como Kenji Mizoguchi? ¿Qué hace que cada una de sus películas, de sus obras maestras en el mejor de los casos, pasado ya medio siglo, sigan atrapándonos con toda su intensidad? La respuesta, empero, es sencilla, pero requiere sin duda de un razonamiento consecuente y por tanto implicado. En la profundidad intelectual y en el calado moral de sus filmes está la respuesta, pero en una profundidad intelectual así entendida desde la puesta en escena, que es la articulación del discurso del autor expresado en términos puramente fílmicos, así como en un calado moral que atiende a situaciones perfectamente estructuradas y resueltas, poniendo en boca de seres humanos asuntos que por lo general acostumbran ser denigrados por los malos cineastas que se empeñan en reducirlo todo al esquematismo y la simplonería más epidérmica. Mizoguchi, como todo cineasta íntegro, fusionó a la perfección ese sentido tan sobrio de la puesta en escena con sólidos argumentos. Esto, unido a sus inquietudes de humanista, constantes en casi toda su obra, lo elevan por encima de lo meramente argumental de sus trabajos, como para hacer de su obra un mármol sólido que a buen seguro sobrevivirá a todas las envestidas que el tiempo pueda propinarle. Aquí reside su grandeza, en su concisión y complejidad, en una forma de caligrafía tan sumamente perfecta y equilibrada por asumida a la que contados genios han llegado... En este sentido, el cine de Mizoguchi, como el de todos los grandes, es una lección de filosofía en su más amplio sentido: filosofía como tal, pero también filosofía del hecho cinematográfico, y así, ética, tanto de la imagen como del sonido (y muy especialmente, pues, del silencio); la ética de su cine es la que articula las aristas de su discurso fílmico, centrado en el ser humano en su más profunda captación. El fastidioso tópico acostumbra hacer de esa tríada de "divinidades cinematográficas" integrada por Kurosawa, Mizoguchi y Ozu un triángulo cuyos vértices apuntan hacia un determinado punto, así de Kurosawa se dice que el suyo es un universo eminentemente masculino, mientras que el de Mizoguchi es femenino y el de Ozu es el de la familia, por tanto y en apariencia el más ecuánime en cuanto masculino como femenino. Esto, desde luego, supone una atroz simplificación, ya que reducir el cine de estos maestros a un enfoque así carece de cualquier sentido al aniquilar el verdadero calado de sus obras, puesto que por encima de su cultura, su discurso retórico y cinematográfico supera cualquier vinculación obvia, delatando así su auténtica universalidad, la que distingue al excelente cineasta del genio del cine. El tema de Mizoguchi, como el de Kurosawa y el de Ozu, pues, siempre será el mismo: la naturaleza humana y sus derivaciones en un momento adverso como reflexión y punto de despegue de las oportunas reflexiones morales o filosóficas implícitas en el discurso fílmico.

INTRODUCCIÓN

Cuatro cineastas se han terminado situando como los fundamentales de la historia del cine japonés (aquí en el mundo occidental especialmente), a saber: Akira Kurosawa, Kenji Mizoguchi, Yasujiro Ozu y, a cierta distancia de los tres primeros, Mikio Naruse. Pero sería poco reducir a estos cuatro nombres la autoría del cine japonés, ya que cineastas como Teinosuke Kinugasa, Hiroshi Inagaki, Keisuke Kinoshita, Kon Ichikawa, Inoshiro Honda, Masaki Kobayashi y Kaneto Shindô, poseen, pese a su hoy práctico desconocimiento en occidente, la suficiente calidad cinematográfica como para sobrepasar sus fronteras sin recurrir únicamente a sus obras para mencionar sus nombres. Únicamente Nagisa Oshima y Shohei Imamura parecen haberse consolidado en el mundo occidental como dos de los supuestos grandes cineastas de segunda fila. Y si a este nutrido conjunto de nombres sumamos los llamados nuevos valores del cine japonés, con ese gusto tan subrayado (e irritante en su burda pretensión comercial) por la violencia más efectista en un nombre como el de Takeshi Kitano (autor de una estupidez titulada Zatoichi, pura negación del cine de samuráis) por no mencionar a otros tantos fraudes seudocinematográficos inficionados por tendencias occidentales, bien podemos aventurar, sin miedo a fracasar pues, que el cine japonés de nuestro tiempo (eso sí, generalizando) no ha sido consecuente con sus escasos grandes maestros, de los que Mizoguchi, fuera de toda duda y de la mano de Ozu, es el más grande. Nada más extraño, puesto que el japonés es un cine eminentemente popular en sus temas (con particular predilección por el género fantástico, que tantos títulos ha dado) y, sus cineastas, antes de desarrollar un sistema cinematográfico propio (como el de Mizoguchi, como el de Ozu) han preferido darse a lo efímero, esto es, la honesta complacencia con el público, mirando en ocasiones a su propia tradición, pero asaltando con resultados desiguales la cultura occidental. Mizoguchi, como Ozu, no cayó en esta tentación de hacer "occidental" su mundo, no ya en lo argumental, simplemente en el concepto de puesta en escena (aunque no menos cierto es que hacia el final de su carrera experimentó una cierta decadencia precisamente al conferir a sus filmes "toques occidentales"), y por eso mismo es en el mundo occidental Kurosawa el más grande cineasta japonés, precisamente porque su sistema cinematográfico es occidental por los cuatro costados (compárense al respecto dos filmes tan radicalmente opuestos como Los 7 samuráis y Los 47 samuráis, de Kurosawa y Mizoguchi respectivamente: bastará destacar que por cada plano filmado por Mizoguchi, Kurosawa habrá filmado diez), es decir sometido a cuestiones de dinamismo solucionadas por medio del montaje, lo cual no quiere decir, desde luego, que Kurosawa no sea el gran cineasta que es, en efecto.Para aprehender la esencia del cine japonés en necesario asimilar su situación geográfica: esa inestabilidad natural tan característica es una constante de la cinematografía japonesa, perceptible en las relaciones humanas con la naturaleza, e incluso inspirando películas directamente catastrofistas, y basta recordar un título estrenado en España como Jisshin retto de Kenjiro Ohmori, en el que desde una óptica bien distinta del éxito occidental, esto es el Earthquake de Mark Robson, apunta las mismas ideas pero optando por un psicologuismo ausente en la película estadounidense, que en su condición de superproducción se decanta por el espectáculo como fin, mas no deja de ser llamativo (y característico del imitativo mundo japonés) que fuera este producto de Hollywood el que inspirase otras tantas cintas japonesas por aquellas fechas, aunque ya se trate de una vieja constante en el cine japonés. Así, por ejemplo, el terremoto de Kanto (1 de septiembre de 1923) le inspirará a Mizoguchi su película Haykyo no naka, filmada en el lugar del incidente.No menos decisivo será el devenir histórico del cine japonés, condicionado en sus orígenes por una doble tendencia: la liberal, por un lado, y la nacionalista, por el otro. La subida al trono del Emperador Hirohito en 1926, punto de arranque de la era Showa, determinará un cine nacionalista que afectará en mucho al insobornable Mizoguchi, cuyas ideas, en principio contrarias a las tendencias imperantes, le llevarán a contradecirse en más de una ocasión, filmando títulos que muy poco tienen que ver con sus inquietudes características.

TEMA

Quiero hacer películas que representen la viday costumbres de una determinada sociedad. continuar expresando lo nuevo, pero no puedo, de ningún modo,abandonar lo antiguo.MIZOGUCHI

I. NOTICIA BIOGRÁFICA

Hijo de un carpintero, Kenji Mizoguchi nació el 16 de mayo de 1898. Ya desde el comienzo de su existencia, el futuro cineasta padeció la desgracia de una familia dominada por la violencia del padre, que, por problemas económicos, decidió vender a su hija mayor, por otra parte, la hermana predilecta de Kenji, lo que le afectó a éste profundamente. El ingreso de Mizoguchi en la escuela de arte de Seiki Kuroda le permitirá acceder al puesto de periodista en la ciudad de Kobe, puesto que sus conocimientos artísticos eran aplicables al diseño de anuncios publicitarios. Cabe añadir, además, que por aquellos años van apareciendo publicados en el periódico de Kobe sus primeros poemas: en ellos ya se manifiesta la que será una constante de su futura obra cinematográfica: la soledad del ser humano y su vuelta espiritual al origen. Un buen día, Mizoguchi abandonará su trabajo. Su amistad con Tadashi Tomioka le servirá para entrar en contacto con el director de cine Osamu Wakayama, quien, consciente de sus posibilidades literarias, le propone transcribir guiones. De este modo, se iría adentrando Mizoguchi en el espectáculo cinematográfico, pese a las reticencias que opone su familia, al considerarlo un oficio dudoso.En 1922 Mizoguchi asume la dirección artística de un filme de Eizo Tanaka. El éxito de su trabajo fue determinante para que a finales de ese mismo año se le encargara la dirección de la que iba a ser su primera película, hoy desaparecida, y que responde al título de Ai ni yomigaeru hi (El día en que vuelve el amor, 1923). El 1 de septiembre de 1923 se produce el terremoto de Kanto, que reduce la ciudad de Tokio a ruinas. Mizoguchi filmará algunas escenas documentales, que luego aprovechará para su película Haykyo no naka (En las ruinas, 1923). Esta catástrofe llevará al cineasta a otros estudios, los Nikkatsu de Kyoto, chocando con la realización de películas de encargo que no le interesan. Este desinterés le llevará a una vida de festines que terminará cuando, en 1925, una de sus amantes lo hiera de gravedad tras apuñalarlo por la espalda. Este incidente endurecerá a Mizoguchi. Tras pasar medio año hospitalizado, volverá a los estudios, mas con un ánimo de perfeccionista nuevo hasta entonces.Con su gran éxito Tokio Koshinkyoku (La marcha de Tokio, 1929) pondrá punto y final al cine mudo, aunque como consecuencia del éxito de ésta realizará un documental. La llegada del sonido se producirá con Furusato (La tierra natal, 1930). Pese a todo, la mala técnica impidió el éxito de la película, lo que decidió que Mizoguchi siguiera trabajando en el cine mudo.Fruto de su trabajo para la productora Daiichi Eiga es la realización en 1936 de dos de sus filmes mayores: Naniwa hika (Elegía de Naniwa) y Gion on shimal (Las hermanas de Gion), que denotan una depuración y a la par sofisticación de puesta en escena decisiva en la consolidación de su estilo. Filmadas en exteriores reales, tratando temas del momento, de algún modo se anticipan al neorrealismo italiano, condiciones de producción aparte. La persona del guionista, Yoshikata Yoda, será fundamental desde ahora, contribuyendo en buena parte a hacer del cine de Mizoguchi lo que finalmente fue. El fracaso comercial de estas producciones causará el fin de Daiichi Eiga.Con La historia de los crisantemos tardíos (Zangiky monogatari, 1939) el cineasta conseguirá otra obra maestra, pero rompiendo con la temática de las anteriores, al mirar al pasado y reflexionar sobre el teatro Kabuki y sus intérpretes.Los años 40 arrancan con la realización de tres películas que poco tienen que ver con Mizoguchi, pero en las que, fuera de toda duda, deja bien patente su sentido de la puesta en escena. La mejor de ellas es Genroku chushingura (Los 47 samuráis, 1942), una superproducción de larga duración que fracasa comercialmente, pese a ser bienvenida por las fuerzas políticas japonesas por su destacado nacionalismo. Menos interesantes son las dos siguientes entregas: ni Miyamoto Musashi (Miyamoto Musashi, 1944) ni Meito Bijomaru (La espada Bijomaru, 1945) dejan de ser trabajos deslavazados e imprecisos, pese a valores de producción y aciertos varios. Al fracaso de Japón en la II Guerra Mundial, y como ya advirtió Noël Burch, debe sumarse la momentánea decadencia que padeció el cineasta al final de la década. De ese momento, como título mayor únicamente destaca Utamuro o meguru gonin no onna (Cinco mujeres en torno a Utamuro, 1946), resultando las restantes comparativamente anodinas.El año 1951 aparece como fecha fundamental en la historia del cine japonés. El motivo: el León de Oro del Festival de Venecia ganado por Rashomon (Rashomon, 1950), de Akira Kurosawa. Al parecer, esta noticia desesperó a Mizoguchi, consciente de la injusticia crítica que los europeos estaban cometiendo con él. La profunda reflexión y la minuciosa preparación a la que somete su cine en la década de los 50 le llevarán, finalmente, al ansiado reconocimiento crítico occidental. Las obras maestras se suceden: Saikaku ichidai onna (Vida de Oharu, mujer galante, 1952), Ugetsu monogatari (Cuentos de la luna pálida de agosto, 1953), Sansho Dayu (El intendente Sansho, 1954), Chikamatsu monogatari (Los amantes crucificados, 1954) y Yokihi (La Emperatriz Yang Kwei-fei, 1955); como también los premios: el Premio a la Mejor Dirección del Festival de Venecia (1952) y León de Plata del Festival de Venecia en dos ocasiones (1953 y 1954).No llegó a ver estrenada su última película, Akasen chitai (La calle de la vergüenza, 1956), pues enfermo de leucemia, murió en el hospital el 24 de agosto de 1956.

II. APROXIMACIÓN A LA PUESTA EN ESCENA DE MIZOGUCHI

Todo cineasta con entidad propia (llámese autor) tiene un estilo, esto es, un sistema cinematográfico configurado. Algunos de ellos, como Robert Bresson o Andrei Tarkovsky, expusieron sus planteamientos por escrito en memorables páginas. Otros, como Luis Buñuel o Raoul Walsh, más reservados, prefirieron hablar de él por medio de sus películas. En cualquier caso, todos ellos, como autores en el pleno sentido de la palabra, han dejado huella, algo que, por mucho que se empeñe la mala crítica y la todavía peor prensa, no ocurrirá con un falso autor como Pedro Almodóvar (¡cuánto me cuesta escribir su nombre!), pues el tiempo, el mejor corrector, hará lo que acostumbra hacer, y raro sería que con él (y con todo ese atajo de pedantes que van dándoselas de genios) hiciese una excepción... El cine de Mizoguchi tampoco es la excepción a esta regla.Mas antes de nada, conviene delimitar un concepto frecuentemente mal entendido, a saber, el de puesta en escena. Acaso los más notables estudios al respecto sean los que en su momento escribiera Noël Burch, pese a algunos puntos un tanto ambiguos (ese injustificado desprecio hacia el cine "de entretenimiento" realizado por los maestros "clásicos" de Hollywood, por ejemplo). Puesta en escena, en definitiva, es el Todo, y entiéndase en cuanto a la aplicación de los elementos que hacen del cine lo que es, su lenguaje, por encima de los complementos (decorados, vestuario... incluso actores). La puesta en escena empieza en el plano y la valoración otorgada a éste, pero haciendo que esta unidad sea cinematográficamente viable a través de la iluminación, los movimientos de cámara, la disposición de los actores en el cuadro y sus movimientos en el mismo (así como los desequilibrios expresivos entre ellos: uno de pie y otro sentado, por ejemplo), la utilización de los decorados (lo más correcto debe tender en este caso hacia la abstracción, evitando lo gratuito de algunos filmes que confunden saturación con barroquismo: el sin-sentido del decorado que el no muy notable Lo que el viento se llevó exhibe versus el coherente recargamiento del mejor Ophuls), la aplicación coherente / consciente del color (un color que una y no disperse, como apuntaba Dreyer al referirse a La puerta del infierno), así como los espacios de aire o espacios saturados (con el fin de generar ligereza u opresión en determinado momento), sin olvidar la banda sonora (partitura musical, diálogos, silencios...), no por visual menos decisiva. En líneas generales, del cuidado de estos elementos depende el éxito o el fracaso de la película. Un cineasta sin el talento necesario que cuide la puesta en escena ofrecerá un filme bueno e incluso notable, pero nunca podrá alcanzar la genialidad de los grandes realizando una obra maestra absoluta (claro que siempre hay alguna excepción de cineasta regular que ofrece, inesperadamente, una obra maestra absoluta, caso de Gordon Douglas con su Río Conchos, por ejemplo).Como genio indiscutible que es, Mizoguchi ofrece muy pocos altibajos a lo largo de su obra (obra conservada, se entiende, pues de 85 títulos sólo han sobrevivido 31).

a) Composición del plano: De inspiración pictórica, no cae empero en la fácil tentación esteticista. La composición del plano atiende a un fin dramático, potenciado siempre por la situación de actores y objetos en el plano.

b) Actores: Su corrección interpretativa es nueva en Japón (difícil será encontrar, fuera del cine de los grandes, claro, interpretaciones dignas de llamarse así), dada la característica nulidad de sus actores (empezando por la modulación de la voz, que acentúa la típica gimnasia facial del típico actor japonés, tic tras tic). Fuera de cualquier exceso seudodramático, Mizoguchi logra, como Bresson, que el actor (o modelo) desnude su alma limitándose a leer el texto.

c) Objetos: Si algo caracteriza el mejor cine de Mizoguchi es la ausencia de primeros planos (que abiertamente destetaba) en beneficio del plano secuencia sin cortes. Los objetos rara vez, por tanto, aparecerán destacados, formando parte de la composición (tendente a la abstracción, esto es, la reducción a los objetos básicos en cuanto que significativos).

d) Iluminación: Sin fuertes contrastes, escorada hacia un naturalismo nada evidente. El gran trabajo de los operadores con los que trabajó Mizoguchi fue determinante (frente al gran número de malos actores, es oportuno destacar el gran número de notables directores de fotografía) para crear la atmósfera buscada. La iluminación en Mizoguchi, a diferencia de en Kurosawa, no pretende captar ni potenciar un estado de violencia que concluirá estallando, muy al contrario, se limita a acentuar la angustia sin someterla a ninguna tensión, algo no ya relajador, sencillamente tranquilizante y por ello concordante con la serenidad con la que sus personajes asumen eso que muchos llaman "destino".

e) Movimientos de cámara: Mínimos y apenas perceptibles. Su función no es convencional (esto es de seguimiento), ya que, ante todo, están para "hablar" sin el empleo del diálogo. El sistema cinematográfico de Mizoguchi, integrador, los utiliza atendiendo a una lógica dual, de modo que un movimiento a la derecha se termine cerrando en la secuencia con otro hacia la izquierda, volviendo así sobre el punto de partida (sobre todo en los espacios interiores).

f) Dirección artística: Imperceptible, de puro bien integrada en la composición. Nada será superficial ni gratuito, buscando matizar el espacio al contrastar en un mismo plano, por ejemplo, dos fondos distintos (uno oscuro, otro claro) que respalden al personaje, atendiendo a su conflicto.

g) Banda sonora: Inapreciable para aprehender las profundas intenciones de Mizoguchi, maestro del silencio (no es paradójico, pero los momentos de mayor intensidad de su cine son aquellos en los que es el silencio la entidad dominante de la banda sonora). El empleo de la partitura musical atenderá a un criterio de búsqueda metafísica (todo lo opuesto a la música cinematográfica de nuestro tiempo, descriptiva y poco más, de puro plana).

III. LA OBRA CINEMATOGRÁFICA

1925 FURUSATO NO UTA (Canción del país natal) De gran valor histórico en cuanto supone el primer filme conservado de su autor (recuérdese que su primer filme data de 1923), se trata, empero, de un título prácticamente inaccesible, además de incompleto (de sus 45 minutos originales únicamente se conservan 17).

1929 TOKYO KOSHINKYOKU (La marcha de Tokio)


1930 FURUSATO (La tierra natal)


1933 TAKI NO SHIRAITO (El hilo blanco de la catarata)


1935 ORIZURU OSEN (Osen, de las cigüeñas) Basado en un relato de Kyoza Izumi, constituye, al igual que posteriores trabajos del autor, una reflexión sobre la naturaleza humana y el lugar del individuo en un mundo adverso. El tema del sacrificio de la mujer por el hombre (al que tanto recurrirá su autor) aparece expuesto aquí con cierta torpeza maniquea. Los recursos de puesta en escena empleados, que ya dejan percibir un estilo a punto de consolidarse, tampoco terminan de cuajar, en gran parte por culpa de un montaje muy poco calculado (malos encadenados entre secuencias) que impide que la película cuaje en la deseable uniformidad que muy pronto alcanzaría.


1935 MARIA NO O-YUKI (La virgen de Oyuki)


1935 GUBIJINSO (Las amapolas)


1936 NANIWA HIKA (Elegía de Naniwa) Este título supone un punto de inflexión en el cine de Mizoguchi. Por un lado, su perfección alcanza tal altura que, efectivamente, rompe con su anterior cine. Por el otro, su sistema cinematográfico, plenamente definido, le permite buscar en la matización el toque maestro que distingue la buena película de la obra maestra. Partiendo de un relato de Saburo Okada, el autor articula un asunto espinoso, esto es, la crítica contra la sociedad japonesa tradicionalista (cabe señalar que la exhibición del filme fue prohibida hasta 1940) y, muy especialmente, contra la familia como elemento opresor. Los problemas de una muchacha que trabaja como telefonista le sirven a Mizoguchi como lanzadera para toda una serie de profundas reflexiones sociológicas sobre una sociedad capitalizada y alienante en la que el ser humano carece de valor como tal, no es el fin, sino un fin para un propósito material.Aquí, la puesta en escena del autor aparece acotada para futuros logros. Las formas convencionales referidas al tratamiento del plano (plano / contraplano) han cambiado radicalmente: el autor encuentra aquí su cine sin cortes, unificando y de este modo simplificando la retórica de su puesta en escena. Ese cierto distanciamiento hacia los personajes y sus conflictos internos se manifiesta ya aquí, logrando maximizar ese conflicto interno para con el espectador, al conferirle la seriedad y respeto oportunos.


1936 GION NO SHIMAI (Las hermanas de Gion)Con este filme Mizoguchi acabó por consolidarse ante los críticos japoneses como el genio que realmente era. Resulta imprescindible analizar este filme teniendo bien presente el anterior, Elegía de Naniwa, en tanto en cuanto que aquí se alcanza la máxima depuración de lo tan magistralmente expuesto en aquél. Estamos, por tanto, ante la primera obra maestra absoluta de Mizoguchi.Basándose en la novela Yama, de Alexandr Ivanovich Kuprin, Mizoguchi cuenta la sórdida historia de dos geishas hermanas que, pese a sus diferencias de pensamiento, chocan ante la cruda realidad que las niega, esto es, el dinero. Si una de las hermanas es sumisa y acomodada, la otra no. El filme, para nada moralizante, finaliza con el obvio fracaso de la segunda: el rotundo éxito de la sociedad sobre el fracasado individuo vendría a refutar una de las constantes del cine de Mizoguchi. Él, imparcial ante el conflicto, expone sin omitir la crítica implícita, saludando por una parte a la tradición a la par que condenándola.


1937 AIEN KYO (El valle del amor y la tristeza)


1939 ZANGIKU MONOGATARI (Historia de los crisantemos tardíos)


1942 GENROKU CHUSHINGURA (Los 47 samuráis)Filme atípico en la carrera de Mizoguchi, Los 47 samuráis es una de las mayores superproducciones del cine japonés y el filme de mayor presupuesto filmado por su autor. De una gran ambición artística, pues, pero también política (no debemos olvidar las implicaciones de Japón en la II Guerra Mundial), se trata, ante todo, de una apología nacionalista destinada a convencer al público de la supremacía de Japón en el mundo y su pertinente papel en la guerra (recurso, por lo demás, nada nuevo: basta recordar un filme como Corazones del mundo [Hearts of the world, 1918] de Griffith) a través de la evocación del pasado.El filme, divido en dos partes (filmada la primera en 1941 y la segunda en 1942) fue producido por dos casas (la Koa Eiga y la Shochiku), asumiendo cada una la producción de una parte. Ahora bien, pese a todo el presupuesto invertido, el filme fue un fracaso comercial, nada más lógico dado el carácter sintético y a la par prolijo de un trabajo como éste: filme de espectáculo sin apenas espectáculo (evitado por medio de elipsis) y saturado de diálogo, ritmo premioso (217 minutos de duración), concepción de filme intimista... En definitiva, lo más opuesto a lo convencionalmente esperable en este tipo de filmes, más propio de Kurosawa (no por nada, y valga el chiste fácil, autor de Los 7 samuráis: con razón el talento de Mizoguchi es mayor). Ello no implica, desde luego, que no estemos ante la gran obra que es Los 47 samuráis, título mayor en la carrera de Mizoguchi.Cabe centrar especialmente la atención puesta en la resolución de las secuencias, de una depuración sencillamente irrepetible. Basta comparar esta magna obra con cualquier nadería pretendidamente moderna de nuestro tiempo (una infecta peliculilla "épica" de Ridley Scott, por ejemplo) y atender a los siguientes tres elementos, concernientes al plano en tanto unidad: 1) composición; 2) duración; y 3) movimiento de la cámara. Ningún cineasta de nuestro tiempo hará (por contemplativo y, en consecuencia, arriesgado e intelectual) lo que Mizoguchi articula en su filme: otorgar a la arquitectura el papel principal al someter a los personajes a su espacio, filmando las tomas sin cortes, pero sin por ello caer en el primitivismo de los antiguos cineastas mudos (el estatismo) al utilizar el movimiento de la cámara como recurso expresivo. Dato significativo, la duración media del plano en esta película asciende a 92 segundos (cuando la duración media del plano en cualquier película de nuestro tiempo raramente pasa de los 5-10 segundos).


1944 MIYAMOTO MUSASHI (Miyamoto Musashi)


1945 MEITO BIJOMARU (La espada Bijomaru)La espada Bijomaru es uno de los trabajos menos destacados de Mizoguchi. Razones no faltan, empezando por un evidente nacionalismo (tanto coyuntural como personal) que por su poca sutileza expositiva termina reduciendo el alcance de los incidentes que narra. Como película de aventuras que es, pues, no termina de funcionar, especialmente por la poco adecuada resolución (puesto que, y a diferencia de Los 47 samuráis, se recrea en ella) que el director aplica a las escenas de acción (como la de la batalla final). Ahora bien, se trata de un filme salpicado de pequeños aciertos, como la expresiva utilización del sonido, así como del sentido compositivo característico del autor, especialmente en las escenas intimistas, con diferencia las mejores.


1946 JOSEI NO SHORI (La victoria de las mujeres)


1946 UTAMURO O MEGURU GONIN NO ONNA (Cinco mujeres en torno a Utamuro)Aproximación a la persona del pintor Utamuro (1753-1806), maestro de la xilografía en colores. El filme, antes de ahondar en su obra, se centra en su valoración moral de la pintura y su función estética como captación del instante de la naturaleza. Las cinco mujeres a las que el título alude son tipos bien diferenciados que vendrían a suponer una síntesis de la mujer y que, a lo largo del metraje se irán relacionando con el pintor de una u otra forma, siendo la más profunda de ellas la que entabla con Takasode, precisamente por dibujar sobre su espalda el reflejo de la misma.Quizá el momento más memorable de la película, espléndida en su conjunto, sea aquél en que Utamuro tiene que enfrentarse y defender su trabajo ante un miembro de la escuela Kano, formalmente academicista y que acabará poniéndose de parte de Utamuro de puro convencido. Es aquí, en el trabajo, donde mejor se define al pintor (y al cineasta), que tras exponer y comparar y razonar su trabajo (su puesta en escena) con el de su desafiante rival logrará convencerlo a éste, es decir, demostrándole que mientras el academicismo está muerto, en sus pinturas realmente late una vida que trasciende el soporte. Idea fundamental sobre la que disertará la película, queriendo adquirir ella misma esa condición, la de "celuloide vivo" al dibujar a sus personajes con una sinceridad nueva. Mizoguchi, consciente de la lejanía temporal de su momento con el de Utamuro, "actualiza" el modo de éste, resultando por ello muy convincente desde el presente.


1947 JOYU SUMAKO NO KOI (El amor de la actriz Sumako)


1948 YORU NO ONNATACHI (Mujeres de la noche)


1949 WAGA KOI WA MOENU (Llama de mi amor)


1950 YUKI FUJIN EZU (El destino de la señora Yuki)


1951 OYU SAMA (La honorable señora Oyu)


1951 MUSASHINO FUJIN (La dama de Musashino)Título menor en la carrera del autor, que en nada anticipaba la inmensa calidad de sus inmediatos logros. Asume su modestia al optar por un discurso conservador y nada aplicado. La crítica social aparece tan estereotipada que únicamente puede considerarse provocación al concluir con un final moralizante. Cuenta la historia de Michiko, muchacha que, a la muerte del padre, y fiel al deseo de éste, deberá conservar la tradición. Su marido, un maestro con ideas opuestas fruto de sus lecturas de Stendhal, muestra su oposición. La llegada de un tercero definirá la situación triangular.


1952 SAIKAKU ICHIDAI ONNA (Vida de Oharu, mujer galante)El filme que abrió a Mizoguchi al mundo occidental tras su paso por el Festival de Venecia. Todas las constantes del cine de su autor se manifiestan aquí como nunca, suponiendo la culminación del arte de su puesta en escena. Por otra parte, esta obra supone un soplo de aire fresco en cuanto implica renovación, ya que con los seis títulos anteriores Mizoguchi no había logrado pasar de la medianía con respecto a su nivel esperable.Se nos cuenta la vida de Oharu, una anciana al comienzo de la película que recuerda, dando paso a un flash-back que concretará los límites de esta historia. Más allá de su argumento, una adaptación de la novela Vida de una cortesana (Koshoku kchidai onna) de Saikaku Ihara (autor que marca el comienzo de la novela realista japonesa), idóneo por tanto para el desarrollo de su sistema cinematográfico, Mizoguchi manifiesta por primera vez (o al menos más que nunca) una conciencia de estilo que en su perfecta integración supera la cualidad de filme perfectamente acabado, resaltando por otra parte la aplastante (y aparente) sencillez en la que reposa la gran complejidad de sus contenidos. Como nunca, la crítica social del filme alcanza cotas de inusitada lucidez. La representación de una sociedad corrompida por el dinero y la diferencia de clases es el tema central del filme. Oharu, que rompe con esa tradición como personaje en rebeldía, pagará las consecuencias, y la inminencia de la tragedia servirá al cineasta para reflexionar sobre los llamados valores tradicionales y su nefasta ausencia de valor de cara al verdadero sentido de las pasiones humanas.


1953 UGETSU MONOGATARI (Cuentos de la luna pálida de agosto)Aunque quizá se trate ésta de una de las primeras obras maestras de su autor, lo cierto es que, y ya por tópico, acostumbra figurar en todo manual como el punto más alto alcanzado por Mizoguchi en tanto obra maestra "oficial". No lo discutiré, en cuanto la película no deja de ser la obra maestra absoluta predicada por la oficialidad, por desacertado que resulte situarla por encima de otras obras maestras no menos absolutas como Saikaku ichidai onna o Sansho Dayu.Partiendo de los cuentos de Akinari Ueda, los guionistas Matsutaro Kawaguchi y Yoshikata Yoda firman un guión espléndido que, en otras manos menos sutiles que las de Mizoguchi, podía haber sido horrible y hasta reaccionario. La historia de sacrificio que aquí se nos cuenta posee un equilibrio y una emoción desbordantes, y no se debe precisamente al guión, memorable, sino, como ya viene siendo costumbre, a la estructuración del mismo y su trabajo de puesta en escena, lo que hace que estemos ante un filme de matices, apenas perceptibles si no se presta la debida atención, siempre desarrollado en el cuadro y sin dedicar primeros planos ni demás roturas ni fragmentaciones que rompan con la serenidad que destilan las imágenes.Todo lo aquí escrito no es nada: la única forma posible de captar la esencia de esta película es viéndola, que en muchos puntos anticipa a la que bien podría ser la mejor película del autor, Sansho Dayu.


1953 GION BAYASHI (La música de Gion)


1954 SANSHO DAYU (El intendente Sansho)El filme más pesimista de Mizoguchi. Se nos cuenta una típica historia de injusticia social, pero evitando cualquier partidismo, ya que son los propios hechos y no su enfoque los que corrompen a las personas y las sitúan en su posición verdadera. Parte de un cuento de Ogai Mori, y dado el carácter breve del mismo logra adecuarse al metraje con una fluidez vertiginosa. Inefable.


1954 UWASA NO ONNA (Una mujer de la que se habla)


1954 CHIKAMATSU MONOGATARI (Los amantes crucificados)Tomando como punto de partida un relato de Monzaemón Chikamatsu, Mizoguchi realiza uno de sus más universales trabajos, en el que ya desde el comienzo, y por medio de una anticipación (dos amantes que han cometido adulterio van a ser crucificados) podemos intuir hacía donde apuntará el destino de los protagonistas, dos seres que arrastrados por las circunstancias encontrarán su dicha amándose para al final, incomprendidos por las rígidas maneras de la sociedad absurda a la que pertenecían, acabar siendo excluidos y, de este modo, crucificados. Allí, camino de la muerte, encontrará al fin la pareja la auténtica felicidad.El tema del individuo incapaz de sobrevivir al poder dominante de la masa arranca en este título toda una serie de reflexiones inquietantes en su pormenorizada y terrible descripción de tipos y espacios: basta romper con la sumisión y adquirir así conciencia propia para ser reemplazado, es decir aniquilado. Él la ama a ella para sí en cuanto servil empleado de su marido, y ella, por tanto, todavía no ha reparado en él y en el amor que le profesa como servil empleado de su marido que es. Bastará (y he aquí el prodigioso milagro de la narración cinematográfica) que algo se cruce entre ellos para que ella (personaje activo) descubra en él (personaje pasivo) su otra mitad, complemento que justifique (y de hecho justifica) su existencia más allá del vacío que amargaba hasta entonces sus días junto a su corrompido marido.Como acostumbra Mizoguchi, el impecable trabajo de puesta en escena ayuda a potenciar las posibles carencias cinematográficas de un argumento condicionado por sus cualidades netamente teatrales. Al incomparable trabajo de composición e integración de personas y espacios cabe sumar la quietud y serenidad de una planificación en el fondo vertiginosa, llena de matices que imposibilitan abarcarla en un único visionado. Mizoguchi, como Bresson, es el maestro de la contemplación, y su cámara la mano impertinente que desnuda al ser humano de toda banalidad. En este filme como en el no menos inquietante Proceso de Juana de Arco (Le proces de Jeanne D´Arc, 1961) el verdadero (aunque soterrado) motivo de angustia es el de la ausencia del ser en el espacio: esos amantes que van a morir crucificados tienen su eco en el madero en el que Juana será quemada.


1955 YOKIHI (La Emperatriz Yang Kwei-fei)Primer filme en color del autor, La Emperatriz Yang Kwei-fei constituye su último gran trabajo y, en cierto modo, una especie de compendio de sus temas más habituales: la historia de una mujer que se sacrifica por el otro, ambientada en esta ocasión en la China del siglo VIII. El filme se articula a lo largo de un flash-back propiciado por el otro, en este caso el Emperador Hsuan Tsung, que recuerda, ante la estatua de la que se sacrificó, Yang Kwei-fei, determinados momentos de su pasado: su desconsuelo tras la muerte de su primera mujer y su refugio en la música, la llegada de la futura Yang Kwei-fei (salida de una humilde cocina) como sustituta de aquélla por su tremendo parecido físico y los posteriores incidentes políticos que llevarán a la muerte a ésta. Con este planteamiento, efectivamente circular (presente-pasado-presente), Mizoguchi ofrece una de sus más conseguidas reflexiones sobre el devenir y la muerte del individuo.Por contra, si de algo adolece el filme, es de falta de intensidad emocional. Comparada con su anterior película, aquí nos encontramos ante un filme demasiado rígido (se ha llegado a hablar incluso de "academicista"), acaso por la cerebral concepción de sus imágenes y por un trabajo con el color para el que Mizoguchi dedicó grandes esfuerzos, dejándose influenciar por las formas occidentales así como por el éxito del filme de Teinosuke Kinugasa La puerta del infierno (Jigokumon, 1953), cuyo empleo del color llegó a recibir elogios de un cineasta como Dreyer.Ahora bien, el filme, más allá de esa rigidez abunda en momentos sobresalientes. Precisamente es el del sacrificio (voluntario al entregarse y tomar conciencia de que sin ella se restablecerá el orden) por ahorcamiento de la Emperatriz el más emotivo, en cuanto lo sintetiza en dos planos libres de cualquier efectismo. En el primero ella aparece rezando como antesala al segundo, el de su muerte, en el que la cámara, que siguiendo un travelling filma las telas de la Emperatriz en el momento de la muerte.


1955 SHIN HEIKE MONOGATARI (El héroe sacrílego)Un título menor en la obra de Mizoguchi, que adapta una novela de Eiji Yoshikawa. Constituye, tras La Emperatriz Yang Kwei-fei, el segundo y último trabajo del autor con el color. El filme adolece de defectos considerables como es la ruptura con su sentido de la puesta en escena habitual, al descomponer los largos planos secuencia en planos más breves, efectivamente bajo la influencia de las formas occidentales y de Hollywood en particular. Por esta razón, es ésta una de sus películas menos personales, al carecer del equilibrio estilístico de las anteriores así como de ofrecer un argumento de interés desigual (la clásica historia-río del personaje dispuesto a alcanzar lo que le pertenece: un puesto político en este caso), vulgarizado por un final "feliz" o acomodado poco convincente.


1956 AKASEN CHITAI (La calle de la vergüenza)Pese a los mediocres resultados de su anterior experiencia, Mizoguchi hizo de éste su último trabajo un muy estimable documento dramatizado de claras resonancias neorrealistas sobre la prostitución que hace intuir que, de haber vivido más años, su cine hubiese derivado hacia otros argumentos, probablemente ambientados en el presente a la manera de pasados logros (Las hermanas de Gion). Como en Los olvidados (1950) de Buñuel, encontramos aquí una visión entre lírica y trágica de unos seres marginales incapaces de sobrevivir a las circunstancias.Más allá de su argumento, el filme, aunque casi excelso en su trabajo de puesta en escena, arrastra consigo una serie de defectos debidos a la desorientación creativa por la que estaba pasando Mizoguchi. De nuevo las formas occidentales ya apuntadas en El héroe sacrílego aparecen aquí, aunque en menor medidas, con su desintegración del tiempo cinematográfico característico al utilizar, amén de los planos generales, otros planos (incluso primeros planos, así como el recurso del plano / contraplano) más característicos del sistema de Hollywood que del suyo propio.Por lo demás, la finalidad de este trabajo es evidentemente introductoria, ya por sus reducidas dimensiones, ya por la superficialidad consciente con la que analiza la puesta en escena, punto de partida para la comprensión de toda gran obra cinematográfica.

PRIMERAS CONCLUSIONES

El principal problema para asumir con plena conciencia este escrito es irremediable y es el que, en efecto, se refiere a la gran cantidad de películas de Mizoguchi desaparecidas. Esta imagen fragmentaria de su cine impedirá por siempre un análisis riguroso para con el autor del mismo, puesto que esa ignorancia (o ese "andar con muletas" al tener que recurrir a otras fuentes) merma mucho el alcance del mismo.La complejidad del cine de Mizoguchi difícilmente, con todo, podría quedar por escrita en una monografía, por muy ambiciosa que ésta sea: sería como disponer de una partitura musical para leer la composición, pero careciendo de la matización que supone poder escucharla por uno u otro intérprete. Algo parecido ocurre con Mizoguchi: no basta con analizar su obra secuencia a secuencia, plano a plano, atendiendo a todos detalles: es preciso asistir a su descubrimiento como espectador puro ante la pantalla de cine necesitado de emoción, así al principio, y luego ya se verá.

Complemento bibliográfico:- SANTOS, Antonio: Kenji Mizoguchi, Ediciones Cátedra, 1993.Año 2005


 Escritos de José Antonio Bielsa: El cine de Kenji Mizoguchi




28.3.11

Una cobardía de 36 millones de $: 'Encontrarás dragones', de Roland Joffé


Sin entrar en el aspecto estrictamente coyuntural, y sin pasar a cuestionar los intereses ocultos que alimentan esta operación un tanto apologética respaldada por el Opus Dei, poco positivo puede destacarse, sino subrayar la mediocridad como director de Roland Joffé, un director del que acertamos a condenar incluso sus filmes más alabados: el sobrevalorado 'Los gritos del silencio', el tendencioso 'La misión', una obra tan vacía como 'Vatel'. Ahora llega este 'Encontrarás dragones', cuya ambigüedad y trazo grueso invalidan la pericia inicial que su propuesta implica.


Es evidente que en un mundo dominado por 'Torrentes' y toda esa sarta de desechos del celuloide -y del pensamiento-, la propuesta cultista de Joffé llame la atención... pero bajo la fachada no queda nada digno de mentar. Así, el film adolece de los siguientes defectos, que anulan, conforme el metraje avanza, la totalidad de la obra:


- Superficial retrato del biografiado, incapaz de explicar las motivaciones que le llevan a afrontar la religión como fin último. Se diría que el exceso de corrección impide a su autor "mojarse" debidamente. El film, se aproxima así, al más rancio "cine-estampita" facturado por el cinema español durante la década de 1950.


- Espectacularismo gratuito (grúas, panorámicas inertes, escenas de masas, pretensiones corales, etc.) en una historia, a priori, necesariamente intimista, pero que degenera en tedioso espectáculo colectivo: una burda forma de omitir el problema central: Escrivá de Balaguer.


- Incapacidad propia de su director para articular el discurso narrativo en un único frente, lo que reforzaría enteros su interés: una historia resulta interesante (la biografía de Escrivá), otra (la de su amigo-"traidor" de infancia) invalida el interés de la función, al estar calcada del folletín estilo Hollywood.


- Montaje por acumulación, con especial tendencia al simbolismo visual sin continuidad, bien barato dada la negligencia estética del director: Joffé no es Tarkovsky: inútil pretender explicar la experiencia mística por medio de la banalidad más prosaica.


- Intérpretes ora ausentes, ora estereotipados. La mediocridad de los actores, total y absoluta, es otra buena lacra: el actor que carga con el papel del fundador de la Obra carece de fuerza, no ya digamos entidad como para creerse un papel que le viene grande, muy grande. Los restantes personajes meramente posan.


- Discurso edificante y ramplón, con metáforas tan burdas como la del grano de cacao arrojada al comienzo de la función, lo que hace que la película parezca filmada como hace cincuenta años. Este discurso, en ocasiones incluso didáctico, sume el film en un tedioso -e ilustrativo- ejercicio demostrativo, tan barato como ineficaz.


Nos encontramos, en definitiva, ante una baratija vulgar y ruidosa, apta para el consumo de las masas y de los seguidores más acríticos del Opus Dei.



Colectivo Cinema89

14.3.11

LA VIOLENCIA POR LA VIOLENCIA (de 'Idea y degradación del Séptimo Arte')


Tendencia harto extendida es la de denominar a ciertos filmes como "de acción", en tanto abundan en imágenes violentas (no contenidos, dada su general vaciedad) y por lo común injustificadas -que, de puro fáciles, llegan a ofender a la vista, ya que no a la inteligencia (a una inteligencia debidamente amortiguada, se entiende)-. El discurso sociológico predecible achacará “de evidente” tal fenómeno: para la masa de espectadores esta violencia por la violencia se impone, en cuanto punto de fuga de toda represión individual, como paliativo contra lo prosaico: los instintos animales "de toda la vida" del ser humano atajados por la vía más rápida, la del fraude en forma de film.

Esta tendencia, este "gusto" mejor dicho, se comienza a consolidar en la década de 1960. Hasta entonces, toda violencia visualmente explícita tendía hacía la elipsis, hacia el montaje violentador, buscando antes insinuar que mostrar, bien que como forma sutil de aproximación a lo violento. De este modo, la violencia se reconocía como reflexión ética; una violencia justificada que, finalmente, buscaba el efecto contrario insinuando lo opuesto a lo visto. Así y como ejemplo, pese a algunas de sus imágenes, no podríamos tachar de violento en sí mismo a un filme como El acorazado Potemkin, especialmente por tres razones, a saber: 1) la violencia no es el fin mismo del discurso; 2) es el propio montaje el que violenta las imágenes, en el fondo una representación hacia lo abstracto; y 3) el director logra mantenerse ambiguo en la postura ético-fílmica con la que asume esa violencia: pese a estar ante un filme “oficial”, su postura crítica le impide caer en el artefacto tendencioso, es decir, la violencia no ilustra una idea, justamente la niega (este caso bien podría extenderse a la obra sinfónica “oficial” de un compositor como Shostakovich en sus mejores horas, como la Sinfonía nº 7, esa marcha interminable hacia la nada).

En Hollywood, empero, se asumió la violencia visual en tanto forma de espectáculo en sí mismo. Howard Hawks, genio impar, representa el paradigma de esta concepción, pero asumiendo una postura ambigua y cerebral como pocas. Cual moralista desengañado, huye del superficial manejo de las convenciones. A diferencia de, por ejemplo, un director sin estilo, un Mark Robson (no por ello desdeñable, simplemente carente de un punto de vista propio), que siempre tenderá a una violencia frontal, Hawks reducirá la espectacularidad a la planificación, apuntando con la iluminación determinados estados anímicos, omitiendo pues cualquier recurso fácil; el ejemplo sin parangón a este respecto es Scarface, el terror del hampa. En esta misma postura moral se situarían cineastas como Jacques Tourneur o Raoul Walsh, autor éste último de esa obra maestra de la violencia contenida que es El último refugio, cuyo cierre en la montaña mortuoria, de una sutileza y matización incomparables, únicamente se explican a través del genio que estaba detrás.

Más allá de géneros -algo a todas luces indiferente-, la violencia en la imagen acostumbra estar presente en filmes de trayecto, de recorrido hacia un objeto / objetivo bien definido, ya sea el oro, una venganza o una idea elevada. En El tesoro de Sierra Madre se nos cuenta una historia prototípica que será repetida hasta la saciedad: la de la degradación del individuo en su absurdo propósito. Más que un filme de Huston, es éste un filme sobre la (natural) maldad humana, tema universal también presente, y con mucha mayor fortuna, en una filmografía como la de Fritz Lang. Mas habrá que esperar a dos cineastas decisivos en el tratamiento de la violencia frontal, de tan distinto signo como similares inquietudes: Samuel Fuller y Sam Peckinpah.

Fuller inició su carrera con Balas vengadoras, espléndido filme que sintetiza muy bien sus características recurrentes, sus comunes inquietudes: la violencia como catalizador de un estado anímico contrariado, sublimado por la indisposición del individuo para asumirla honestamente, en cuanto ya aplicada (el asesinato por la espalda de Jesse James, en este caso), tortura psicológicamente a éste, antes víctima de su inconsciencia que verdugo cerebral fiel a una idea, la Idea. Los personajes de Fuller son seres inseguros de sus actos que actúan antes de pensar dos veces aquello que los hará fracasar. La poderosa reflexión final de un filme como Corredor sin retorno vendría a resumir este ideario: el precio de la ambición arrojará a su protagonista al abismo de la alienación mental.

Sam Peckinpah, por contra, reivindica la violencia por la violencia, en sí misma (entiéndase como respuesta y no como mero artefacto gratuito), incluso la realza por medio de recursos de aproximación al hecho bien conocidos (ralentíes, zooms, etc.) puramente funcionales con todo su peligroso exhibicionismo, pero dotándolos de una coherencia que no invalida la propuesta (no una propuesta, como se repite una y otra vez, políticamente correcta, simplemente ética en cuanto el individuo desciende a las simas de la animalidad y afronta lo que está por llegar como tal: prima, así, la supervivencia). Su cine está salpicado de tiempos propiamente muertos, casi de esparcimiento antes del recalentamiento y, de este modo, antes del durante, de la violencia como fin mismo -y el fin mismo como respuesta a esa violencia desencadenante-. Grupo salvaje es un perfecto ejemplo al respecto, como también Perros de paja. Personajes corrompidos, con unos códigos éticos contradictorios, en un ambiente de asfixia y represión, traslucen a la perfección la idea que del ser humano tiene Peckinpah: el mundo es tan sumamente horrible que la única forma de sobrevivir a él es por medio de la violencia más descabellada y efectista. Idea y resultados acostumbran ser coherentes en su cine, sobre todo hasta Pat Garrett y Billy el Niño y ¡Quiero la cabeza de Alfredo García!, sus trabajos más maduros.

No es pues extraño que sendos cineastas iniciasen su degradación cinematográfica tras alcanzar sus puntos más altos, esto es, durante la década de los 70, cuando la televisión ya había masacrado por entero al llamado cine de acción. Fuller, con un filme como Muerte de un pichón. Peckinpah, con Los aristócratas del crimen, majadera y coyuntural banalización de su cine previo. La asepsia creativa, el incongruente trazado argumental, así como defectos de puesta en escena escorados hacia tópicos televisivos manifiestan lo inevitable: ni Fuller ni Peckinpah supieron sobrevivir a su estilo plenamente definido, violentamente cinematográfico. Tantas eran las imitaciones de su cine que ellos mismos acabaron por desorientarse. Claro que estos filmes saben a viejo en comparación con el abominable Tiburón de Spielberg, cuya forma directamente televisiva de asumir la realización (planos breves y más planos breves sin ilación ni vertebración) contrasta con la concepción de los anteriores, más nítida y meditada. Y a los planos breves, añadir efectismos sonoros, interpretaciones sin un ápice de humanidad, incongruencias narrativas y un pretendido virtuosismo técnico que terminan por rematar la operación, de una astucia comercial muy evidente, sí.

Buen receptáculo encontró la violencia por la violencia en el cine fantástico y de terror. Terence Fisher y Roger Corman no eran sino estulticias para el nuevo público. El dominio de la violencia (entiéndase como abstracción) en éstos, por recatada (nada más engañoso), carecía de atractivos para unos consumidores ávidos de morbosidad fácil. La aparición de un cineasta como George A. Romero fue decisiva para la consolidación de la más mezquina y fácil violencia jamás vista hasta entonces. Un filme tan primitivo de factura (aunque no del todo desdeñable) como La noche de los muertos vivientes fue determinante para la consolidación / imitación de una en apariencia nueva forma de plantear en imágenes la violencia.

El enorme influjo que sobre la industria cinematográfica tenía y de hecho tiene el poder político se aprecia atendiendo al motor generador de dicha violencia. Con la violencia por la violencia, pues, una nueva forma de imágenes de claro signo fascista asoló / sigue asolando las pantallas del cine de Hollywood. Tan abundantes en número como en público, este tipo de productos supone un obvio refrito de todo lo anterior, pero de una bajeza estética / intelectual a la altura de los tiempos -en cuanto aceptación y demanda-: la degradación del cine llega aquí a su punto más bajo. Apuntemos sólo algunos de los títulos más significativos por populares atendiendo a su involución cronológica: La jungla humana, El justiciero de la ciudad, Mad Max, Acorralado, Terminator, Arma letal, Jungla de cristal, Salvar al soldado Ryan, etcétera. Tras toda esta mediocridad devenida basura cinematográfica, sobre todo los cuatro últimos títulos, se ocultan, en efecto, una serie de fines además de económicos de carácter degradante para con el propio espectador, en cuanto forma de distorsionar la evidente mediocridad que lo rodea. Consecuencia de estas producciones bien podría ser el tendencioso, y pésimo documental, Bowling for Columbine. Mas para concretizar sobre lo especulado sería preciso entrar en el cerebro de cada espectador, para así saber a qué atenerse; mero apunte.

© José Antonio Bielsa Arbiol - 2005

12.1.11

LA MUERTE EN PANTALLA (de 'Idea y degradación del Séptimo Arte')

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Dos fotogramas de Tenebre (1982), ultraviolento giallo de Dario Argento, en el que la muerte deviene finalidad esteticista.


El progresivo recrudecimiento de las imágenes de violencia (bien barato por lo demás) anticipa un cambio ya palpable en la mentalidad de los nuevos tiempos. Un filme del indudable interés de Cinema Paradiso resulta ejemplar en lo que a la captación de tipos humanos y sus reacciones ante la pantalla del cine de un pueblo se refiere. Aunque los personajes son caricaturas, sus reacciones atienden a una lógica que al espectador de hoy podría resultarle ilógica, mas no deja de ser de un verismo implacable como sabemos por testimonios. Por eso, cuando el espectador de antaño se enfrentaba -frente a la pantalla- ante la muerte de uno de los personajes, era consciente de que, aunque no estaba viendo una muerte “real”, sí la estaba viendo en tanto que representación, por tanto verosímil y lógica durante la proyección misma. Este simple apunte pierde fuelle conforme nos adentramos en la naturaleza humana: ¿acaso eran nuestros antepasados más sensibles a la muerte del otro que nosotros en los aspectos concretos de la vida? Evidentemente, no. Simplemente eran sensibles a la visión desde fuera.
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La irrupción de la televisión, y en especial la de los democráticos noticiarios, que en su pretendido “vigor y/o rigor visual” terminan resultando repugnantes y manipuladores, afectan particular, e inconscientemente, al espectador inconsecuente que no acude al cine sino para confundirse. La confusión entre realidad y no-realidad, ya un lugar común, adquiere todo su significado a comienzos del siglo XXI, con la apoteosis de las tecnologías digitales sobre el extinto cinema. No es de extrañar, pues, que un filme del tan dudoso gusto visual de Matrix, recurra en su descarada incongruencia narrativa a todo tipo de imágenes violentas que reduzcan la muerte a una simple partida de videojuego. El cerebro humano del niño y el adolescente (en definitiva, el tipo de espectador para el que va destinado un producto como el antes mentado) es el más fácil de moldear, y puesto que la lectura (forma de estímulo intelectual y de la ejercitación del pensamiento, aunque no pase de ser un “andar con muletas” sobre la base de ideas ajenas, como confirmó Schopenhauer) ha perdido toda su significación (lo que hoy, y generalizando, se lee, difícilmente puede resultar intelectualmente beneficioso, en algún aspecto siquiera, para el pensamiento del individuo que se empapa de esa ponzoña) en lo que bien podría denominarse “una ilustración del individuo”, se recurre a las imágenes como medio de enseñanza. Perversa enseñanza. Desde niño, el individuo ve (que no visiona) la muerte (una palabra en imágenes) como algo cotidiano, pero distorsionado (en tanto justificado: morir implica pagar por), de modo que la idea, la no-idea, deviene pulsión, y con ella, el temor a pensar realmente sobre la naturaleza de la misma, conlleva una serie de factores negativos como son el miedo al otro (más que un enemigo, un elemento de presión) y a sí mismo (el individuo no es capaz de sostener un código ético, caso de esbozarlo, por lo que la culpa inconsciente, antes de ser culpa evidente, le lleva a proyectarse en el otro, pero temiendo su propia incapacidad de resolución). El cine directamente comercial fabricado en Hollywood a comienzos del siglo XXI y con elementos violentos, responde de lleno a esta mentalidad. No se trata ya de satisfacer las carencias de la masa alienada, se trata de hacerles ver a ellos, que ellos, ellos y no él ni ella, aunque nimios y sin entidad, pueden aplicar unos valores, idénticos valores (desde luego inadmisibles) a una serie de puntos codificados (por más de un motivo nacionalistas) a su propia jurisdicción territorial (su conocimiento del mundo, de este modo). La materialización de este proyecto político-económico encuentra su mejor conato en el llamado videojuego, que es la suplantación de la personalidad del individuo a la máquina. Productos con forma de película cuyo punto de partida es un videojuego reiteran esta tendencia. La película priva (en cuanto elemento cerrado) al individuo de movimiento: la superación de lo ofrecido en la película está en el videojuego. Un único argumento sostiene el invento: matar o morir, literalmente. El miedo a la muerte como potenciación de la burda autodefensa. Así, la más efectiva forma de aniquilación mental en masa, generando el miedo a costa del vacío sobre el que el pensamiento popular yankee reposa. En efecto, la influencia de este efectivo ha sobrepasado tales fronteras, siendo en Europa una realidad a voces. Mas maticemos.
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Más que una preocupación ya desde tiempos inmemoriales, la muerte es el miedo irreprimible de toda sociedad “desarrollada” que autosatisface sus carencias produciendo y consumiendo. El cine entendido como producto a consumir por medio de un reclamo comercial lo suficientemente llamativo como para no hacer pensar demasiado al que consume, aquí una contradicción. Si el pensamiento filosófico se sostuvo especialmente por el siempre presente miedo a la muerte en tanto fin de la vida sin respuesta, la obviedad acomodaticia del que consume debe ser correlativa al interés del productor por facturar un producto que, prometiendo grandes pensamientos (en imágenes) no traicione la no-ética del comerciante (en imágenes) ofreciendo un producto cuya trascendencia última (que no su pretendida trascendencia) se limite a recalentar en imágenes lugares comunes salpicados de violencia y muerte. La conclusión será siempre la misma: ocurra lo que ocurra, lo importante es sobrevivir, seguir vivo, pues. La proeza intelectual es bien dudosa, cierto, pero Hollywood asume así el grueso de sus productos.

Como ejemplo, el cine bélico de las tres últimas décadas del siglo XX, tendente hacia idéntica idea. La única excepción auténtica sería Johnny cogió su fusil, no ya por su evidente postura (dedicar el centro de su narración a la víctima, al muerto si se quiere), sino por “traicionar” la concepción académica que del género se tenía pero sin que eso implique una nueva tendencia precisamente. Las falsas posturas éticas para asumir la muerte llegan a alcanzar en el género el puro recochineo en su sucia exposición, pero aquí, Trumbo, consecuente con el horror de la violencia que conlleva toda guerra, matiza con una diferente emulsión (del blanco y negro al color) la organización de la historia, de carácter onírico. Este filme es el único islote que sobrevive en un océano de despropósitos. Mostrar la muerte en directo ya no requiere de discursos plenamente razonados, basta ser efectista y cargar las tintas allí donde cineastas íntegros (como Ford, como Walsh) supieron mantenerse contenidos. Basura de la bajeza moral e intelectual de Platoon, La chaqueta metálica o Salvar al soldado Ryan, entre tantas otras estafas, en su pretendida defensa de un llamado realismo “total”, han caído en lo más bajo: hacer del inquietante momento de la muerte un espectáculo inerte sin otra función que la simplemente acumulativa. Podemos ver una muerte, dos, tres, o hasta quizá diez, cien, a lo largo de un metraje, pero asumiendo que detrás de cada una de esas muertes existe un ser humano, no un pretexto numerado cuya única función es la de ser borrado. Podemos caer en la bajeza de filmar la muerte buscando una coartada esteticista que nos respalde, mas en nuestra incongruencia caemos todavía más bajo. Filmar con travelling de alejamiento una matanza multitudinaria, por ejemplo, puede resultar visualmente vistoso, pero carece de cualquier sentido en cuanto se aleja del conflicto interno. No menos recurrente es esa inversión de términos consistente en confundir al espectador. Muchos filmes salpican de violencia en primeros planos sus fotogramas, pero al llegar al momento crucial, de mayor violencia, optan por filmar fuera de plano esa violencia (sobre esto último volveremos después): se trata de una forma de negar lo antedicho, de aproximarse al hecho violento con deshonesta morbosidad para luego optar por la “pulcritud” comprometida del esteta inconsecuente.
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Se alabó mucho en su día La chaqueta metálica, película aborrecible por las siguientes razones:
1) reduce el hecho bélico a una excusa para practicar un ejercicio de estilo sin otro sentido que el de la autocomplacencia visual;
2) divide su metraje gratuitamente en dos partes que ni se complementan ni se comprenden por separado, dada la tosquedad de su trazado argumental;
3) opta por el efectismo más barato como vía de escape ante el sopor de su mimetismo; y
4) traiciona la ética del buen cine bélico al negar al discurso de su puesta en escena la menor solidez humana, cayendo en reiteraciones vergonzosas que llevan a la pura parodia. Kubrick, con este burdo producto, descalifica así a su previo Senderos de gloria.

Por su parte, el cine fantástico y de terror, sobre todo este último, experimenta una involución parecida. Terence Fisher, consciente de esta situación, hizo de su último trabajo, Frankenstein y el monstruo del infierno, una ingeniosa alegoría sobre esta seudo-transición. Respecto al filme de Fisher, en lo meramente superficial basta detenerse en el contraste de personalidad entre doctor y alumno, así como en el tosco sentido del humor que utiliza / estiliza el filme, resarciéndose con ironía de su pertinencia en un momento en el que este género ha perdido todo su sentido (obsérvese que este filme data del mismo año que El exorcista, título imprescindible -e impresentable- para comprender este cambio), infecto el soporte-fin que lo sustentaba, a saber: el estudio del mal y la lucha contra éste del bien, con toda la ambigüedad que ello conlleva, ya desde el Nosferatu de Murnau hasta Psicosis. Este paso hacia la llamada post-modernidad del género la marca un cineasta como Dario Argento, que vendría a ser la relectura errónea del estilo del padre del llamado giallo, Mario Bava. Filmes terrorífico-policíacos como El gato de las nueve colas o Tenebre, esa apoteosis de la sangre, subrayan la violencia y la muerte como fin último, anticipándose así a lo que estaba por llegar. La influencia de Argento será decisiva ya desde su primer largometraje, El pájaro de las plumas de cristal: poco importará el conflicto interno, y con él, la valoración ética de la muerte; a mayor número de muertes (y a más vistosas por violentas éstas) mejor progresión narrativa (luego comercial, como reclamo) de acuerdo con las premisas impuestas: la filmación esteticista y autocomplaciente de la muerte.

Esta gratuidad sigue de cerca los presuntos códigos estilísticos del llamado spaghetti-western. Un filme notable como La muerte tenía un precio, pese a su conseguido dinamismo estructural, supone un verdadero atentado al western “clásico” americano en cuanto dinamita la concordancia entre valoración humano-paisajística con el discurso de la puesta en escena, empezando por la cerebral planificación-desintegración en planos de Leone, que aumenta en demasía la caricatura de los personajes hasta reducirlos a números a eliminar. Esa pléyade de hijos negados (los imitadores de la fórmula) de lo que planteó Leone tuvieron la perfecta excusa (económica, se entiende) como para modificar mortalmente la psicología del hombre del oeste, ratificando así la perdida de valores del hombre moderno. Aberraciones posteriores como Bailando con lobos afirman la incoherencia que terminó de aniquilar el género. El hombre que mató a Liberty Valance, quizás el último gran western de la historia del género, se anticipaba con suma clarividencia al desastre cinematográfico, anticipando en su argumento la desaparición de ese concepto hasta entonces mayor en el cine: el de entender la muerte, la desaparición en suma, como la superación del arte, en cuanto motivo de reflexión propio (llámese estilo).

Podríamos extendernos a otros tantos géneros, mas con estos ejemplos bien podemos ejemplificar la idea básica esbozada, referida a la muerte en la pantalla, en los siguientes puntos entendidos como resumen de lo ya expuesto, a saber:
1) que la muerte deja de ser un desestabilizador interno de la narración;
2) que la muerte es el fin en cuanto forma de espectáculo, como consecuencia de la violencia por la violencia, así la muerte por la muerte ratifica su cualidad absurda;
3) que a mayor número de muertes, previa difusión publicitaria, mayor posibilidad de éxito comercial; y
4) que, más allá de cualquier justificación, la muerte en pantalla atiende a una necesidad puramente fisiológica de resarcimiento del espectador hacia su entorno.

© José Antonio Bielsa Arbiol - 2005