BOLETÍN DE CINEMATOGRAFÍA INDEPENDIENTE * EDITORES: ERIC BARCELONA & JOSÉ ANTONIO BIELSA * COLABORADORES: JAIME AGUIRÁN, MARÍA PILAR BIELSA, NURIA CELMA, HÉCTOR CONGET, JORGE VARGAS, COLECTIVO CINEMA89 - BARCELONA / ZARAGOZA


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24.2.10

Stanley KUBRICK: anotaciones sobre un gigante con pies de barro


Situación: un hombre quiere escribir una novela,
uno de cuyos personajes ha de enloquecer,
pero el autor enloquece a su vez y la novela acaba en primera persona.
KIERKEGAARD


La libertad de pensamiento y la siempre justa opinión de cada individuo sobre un sistema, por así decir, establecido, son cualidades que rara vez son respetadas en beneficio de la perversidad alienante de todo pensamiento prefijado y acordado y, en consecuencia, aceptado por la masa ignorante que asiste boquiabierta a todo fenómeno llamado artístico. Del respeto de opiniones surge la motivación individual para el pensamiento... En efecto, mi propósito con este escrito en sustancia nada original es el de situar a este cineasta, Stanley Kubrick, en el lugar que, en mi moderada y modesta opinión, le corresponde, y que no es un lugar precisamente notable. Con la perspectiva de los años todo es situado en su justo lugar, y el tiempo no hará ninguna excepción con este individuo, más allá de ser el autor de 2001: una odisea del espacio...

Cierto es que ese gremio de críticos pelotas impersonales, fieles a su sempiterna charlatanería y detestable torrente de estupideces (honestas excepciones al margen), han situado al paranoico Kubrick en la cúspide de las cinematografías, como también cierto es que él, con toda su retórica fácil y seudointelectual (al menos en lo fílmico, que no en el hombre), ha dado a su vida ese carácter mítico que algunos le reprocharon ignorando la esencia de su oficio y que ahora, como algunos (hijos mentales de aquellos) apuntan, justifica su valía de genio, precisamente por esa “vida silenciosa y pensativa, recluido en sí mismo, siempre dispuesto a reinventar el cine”. Hueca palabrería. Elementos extracinematográficos que, mal nos pese, ayudan a comprender la presunta valía de un cine que, desnudo de todo artificio, aparece ante los ojos del espectador crítico como lo que realmente es: una obra cinematográficamente modesta, con algunos momentos acaso dignos de un maestro, cierto, pero con una medianía global que nadie, tras visionar detenidamente su obra, me podrá rebatir. El mito del genio, una vez más, deviene en farsa.

Hijo de sus padres, tan mortal como debe suponerse, este futuro dios cinematográfico nació marcado, al parecer, por la señal que distingue a las divinidades de las mediocridades mortales. Tras unos primeros pasos como fotógrafo, se inició en el cine filmando tres irrelevantes cortometrajes que no pasan de ser obras de factura casera. Su primera película, de este modo, será Fear and desire (1953), el único de sus largometrajes que no he podido ver y sobre el cual me abstengo de dar opinión alguna. Justamente. Ahora bien, por lo apuntado por otros, se trata de un trabajo bastante vulgar, del que hasta el mismísimo Kubrick se sentía avergonzado. Su argumento, con todo, resulta a primera vista bastante sugestivo.

Visto El beso del asesino (1955), su segundo largometraje, parece ratificarse casi como por inercia la opinión anterior tan extendida, pues se trata de un trabajo de una mediocridad pasmosa, tan tosco como pedante. En teoría, se supone que estamos ante una modesta serie B de tintes policiales y abierto afán sicologista. Pero esto, en efecto, no es más que teoría, es decir, las intenciones que sobre el papel aparecían expuestas, puesto que en realidad este filme es un borrador con algún apunte afortunado disperso y poco más. Desde los fallos más elementales del ABC cinematográfico hasta los homenajes más patéticos (ese guiño expresionista a Lang en la famosa secuencia de los maniquíes, por ejemplo) por disociados, sumen a este film, que con todo no es de los peores, en la parcela de las mediocridades de un cineasta perdido en ideas rápidas y pensamientos vacíos.

Atraco perfecto (1956), por contra, es un título notable, realmente el mejor propuesto por Kubrick en toda su carrera. Dueño de una autonomía estética propia, asombra por su complejo rigor estructural, hondura de los personajes y manejo del tempo cinematográfico. Ahora bien, contra lo que se dice siempre, no es ésta una obra maestra, y de ningún modo es superior a La jungla de asfalto (1950, John Huston), el título inspirador y obra clave en lo que al subgénero de atracos calculadamente perfectos (pero que en el último momento y por alguna estupidez se van al traste) se trata. Pero, ¿en qué se detecta que esta película, la mejor de Kubrick, no sea una obra maestra? Bastará con analizarla detenidamente, plano a plano, y compararla con los maestros del mal llamado cine genérico (Raoul Walsh, Jacques Tourneur, Jules Dassin, etc.): no existe en esta obra una sola secuencia que este absolutamente bien filmada, puesto que ciertos planos sobrantes y que no añaden nada al discurso bien que se encargan de arruinar lo que parecía debía haber sido la obra maestra que no es.

Senderos de gloria (1957) es un alegato antibelicista de particular hipocresía y bajeza moral, así como cinematográfica pereza en varios momentos que debían ser intensos en grado sumo, tan primaria se muestra en la resolución de algunas secuencias clave. El argumento de la ejecución de tres infelices “para dar ejemplo” no es suficiente como pretexto para criticar una forma de violencia sin implicarse fílmicamente en la misma. Todo es tan pasivo, y falso aquí, que difícilmente podría ésta trascender más allá de lo que es: un film de tesis, incomprensible hoy por hoy. Un cineasta del talento cinematográfico de Samuel Fuller (no por nada autor de una de las obras maestra del género durante los años 50: Casco de acero, 1951) hubiera sabido darle a tan pobre historia el poso amargo necesario sin obviar la ironía que aquí resulta improcedente por mal aplicada (condenando especialmente ese final abierto que de puro ambiguo delata la doble cara de la moneda: ¿cabe justificar esas ejecuciones en tanto que los sujetos ejecutados, antes que fin, han resultado objetos de conciencia para con los otros?). Pese a lo dicho, esta película contiene algunos momentos aceptables: la verosimilitud con la que está captado el infierno de las trincheras, con largos travellings de seguimiento; la angustiosa espera de los condenados antes de morir; o el excepcional trabajo de fotografía... Elementos positivos suficientes para un conjunto invalidado por la vana retórica intelectualista aplicada a algo tan seco como la muerte justificada por razones políticas, o una película sobre la guerra dirigida por alguien que jamás estuvo en ella.

De haber sido dirigida por el gran Anthony Mann, Espartaco (1960) probablemente hubiera sido la gran película que no es. Como ya es sabido, el film fue encargado a Mann, cineasta excepcional (a él se deben tres obras maestras de la categoría de Horizontes lejanos [1952], El hombre de Laramie [1955] o La caída del Imperio Romano [1964]) que ha sido absurdamente subestimado en beneficio de elementos como el que aquí nos lleva. El film, que arranca con garra y promete (lo que corresponde a lo filmado por Mann antes de ser despedido) como espectáculo de acción, no tarda en fracasar en cuanto le mete mano Kubrick, incapaz de equilibrar la acción (sus grandes escenas de masas parecen antes atender a una coreografía de soldaditos de plomo que a otra cosa) y el conflicto interno del personaje. El resultado es aparatoso y espectacularista, pero soporífero y en exceso dilatado. Y se mire como se mire, su factura es impersonal, tratándose en lo cinematográfico de un anodino e intercambiable peplum que bien podría haber sido dirigido por Henry Koster, el firmante de ese mamotreto titulado La túnica sagrada (1953).

El tiempo tampoco ha respetado Lolita (1962), que con todo resulta aceptable, máxime si la comparamos con esa repugnante nueva versión dirigida por ese moderno reciclado de Just Jaeckin que es Adrian Lyne. La novela de Nabokov, pese a contar con un guión del propio escritor, no es más que algo ajeno, una novela, y si Kubrick hubiese tenido esto en cuenta, si hubiese sabido conferir al film su propia autonomía, al margen del texto original, sí hubiese obtenido un resultado fascinante, pero la chirriante resolución de mostrar / ocultar, a modo de autocensura, lima no lo escabroso de la historia, sino la lírica de lo escabroso, quedando la película como una aburrida y algo sofisticada provocación para los espectadores de entonces... Cinematográficamente, es un trabajo competente, pero su pulcra factura no trasciende el guión, del que no consigue despegar, quedando en una mera ilustración de la novela...

¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1963) supone una de las cotas más bajas del primer Kubrick, infinitamente inferior a Lolita y comparable en calidad (fastidiosa comparación) a El beso del asesino. Todo el film se articula en torno a los tres personajes interpretados por Peter Sellers y las reacciones laterales que provocan en una situación problemática. Si ya la trama es flácida y su moralina conservadora sobre el mal de la Guerra Fría puede llevar a uno a explorar la locura nuclear en otros títulos de entonces, su resolución cinematográfica ya apunta a ciertos manierismos que pronto despuntarán en la filmografía del director como distintivos certeros de su posible estilo: gusto selectivo por el plano secuencia (elogiable, sin duda), empleo de metáforas a partir de los objetos en el plano (dudoso, al caer en la facilidad más obvia, casi siempre [en este film] de signo sexual), sumisión de los personajes al decorado, o indefinición genérica (peligroso, al desconocer sin duda los códigos con la profundidad deseable y apuntar al detestable cruce de géneros, pretendiendo así “abarcarlo todo”). En cualquier caso, y pese a su insufrible discurso, la extraña reputación de que goza esta película es de lo más sospechosa.


Fuera de toda duda, 2001: una odisea del espacio (1968) es la gran película de Kubrick. Este título intocable de la Historia del Cine, tan elogiado por toda clase de individuos, goza de tal reputación, y esto es indudable, por la ingente acumulación de chantajes culturales que suma a lo largo de todo su metraje. Desde el preludio del Así hablaba Zaratustra de Richard Strauss hasta la teoría de la relatividad de Einstein, todo tiene cabida en este film eminentemente visual (140 minutos de metraje de los cuales apenas 30 llevan diálogos), eminentemente sobrevalorado también, reiterativo como pocos y falto de cabeza (que no de cuerpo); como era acostumbrado en él, Kubrick partió de un texto base ajeno, en este caso la novela homónima de Arthur C. Clarke, y para consolidar su idea del arte cinematográfico, suprimió de ésta las partes “explicativas” (lo que de haber trabajado un cineasta con mayores aptitudes sintéticas -Bresson- o poéticas -Tarkovski- hubiera resultado más efectivo), resultando todo demasiado obvio y a la par confuso. El film, muy sencillo de seguir en su nivel más elemental (argumental), fracasa en su pomposidad expositiva, ya que no logra articular (palabra aquí harto pertinente, pese a que en ocasiones se use sin mucho conocimiento de causa) el discurso filosófico que pretende abrazar a través de su puesta en escena con la belleza de unas imágenes musicalmente bien acompañadas pero faltas de un sentido meta-figurado, tal y como parece pretender... Con todo, debe alinearse entre lo mejor de Kubrick (esto es, algo por debajo de, pero junto a Atraco perfecto y Barry Lyndon).

La naranja mecánica (1971) no es ya sólo la película del cineasta con la que más se identifican los jóvenes formados al amparo de un televisor en la era consumista, sino también la mayor atrocidad perpetrada por Kubrick contra la inteligencia humana. Esta película, que no debería ser recomendada por nadie en su sano juicio, ofende no tanto por lo grosero y falso de su argumento (recuérdese que el último capítulo de la novela homónima de Burgess en la que se inspira fue ignorado extrañamente), como por la moralizante conclusión extraída, de una simplonería y una bajeza impensables en un cineasta considerado como intelectualmente válido por ciertos públicos. No sirve ni como reflexión-sobre-la-violencia ni como afrenta seudoperversa contra los grupos conservadores de toda la vida. Cinematográficamente tampoco soporta el mínimo análisis. Es un fraude, y dedicarle más líneas quizá resulte tan gratuito como la existencia de ésta, por sí misma y en el subconsciente popular.

Barry Lyndon (1975) es el trabajo más maduro de Kubrick y, fuera de toda duda, una de las películas más respetables de la decadente (para el cine) década de 1970, en la que triunfaron nimiedades seudocinematográficas del calibre de Robert Altman o Bernardo Bertolucci. Todo en esta película (que no debiera entenderse como ese “borrador” de lo que iba a ser su film sobre Napoleón) atiende a una lógica fílmica rara vez aplicada por Kubrick. Destacaré de modo especial el brillante empleo del zoom (que bien utilizado, en cuanto falso deformador del espacio, debe aludir directamente a la muerte), y que pese a imitar los planteamientos de Visconti a tal efecto, está bien utilizado. El alarde técnico que en sí mismo supone esta película, y muy especialmente todo lo referido a la fotografía, realizada con la luz natural (fue preciso contar con la asesoría técnica de la N.A.S.A., que cedió una lente de uno de sus telescopios para filmar un plano secuencia de extrema complejidad en el que la luz de las velas lo era todo) en su propósito de asimilar un "realismo" (sic) a la manera de la época como nunca antes se había visto. Pese a su enorme duración y múltiples incidentes, la película nunca aburre. La fluidez narrativa lograda se sustenta especialmente en el tratamiento emotivo de cada instante, puesto que Barry Lyndon es una película salpicada de obras maestras en varias secuencias. El lúcido fatalismo, que la enraíza con su otra gran película, Atraco perfecto, termina de rematar la calidad de esta obra, la última considerable de tan desigual cineasta.

El resplandor (1980), tan mala como la novela de la que parte, es un perfecto ejemplo de cuán penoso puede llegar a ser el oficio de Kubrick trabajando ciertos materiales. El film, antes que aterrorizar, provoca la carcajada inmediata. Carece de atmósfera, es en exceso largo y atiende antes que a un fin claro y coherente en tanto que película “de terror” a un mero desvarío técnico que perjudica a la película en su totalidad, desde el momento mismo en que el director, asumiendo su prepotencia, cree que por tratarse el género del terror de algo de segunda fila, le aplica con inoportuna machaconería su presunto estilo, desnaturalizando los códigos de un género que tiene tantas obras maestras en su haber.

Del presunto prestigio de una estupidez como La chaqueta metálica (1987) cabe hacerse muchas e inquietantes preguntas sobre el nivel mental de cierta crítica (ya que no público, absorbido por la infecta televisión). La crítica, en efecto, calificó a este artefacto como “el mejor film bélico de todos los tiempos”, cita que acompañó a la película en su promoción videográfica española... Pero todo esto, desde luego, no es más que una mentira, un asunto explicable por razones mercantiles y no cinematográficas. Habían pasado siete años de aquella broma con Jack Nicholson, y la luz del prestigio debía volver a aflorar. Como película bélica, eleva a la categoría de obra maestra a esa olvidable muestra del género que fue Senderos de gloria, mas como film de Kubrick denota una falta de sentido ético, una ausencia de implicación con el conflicto y un virtuosismo enfermizo en el que el conflicto humano es lo último, quedando todo reducido a pólvora. Como ejemplo de cine bélico es nocivo, como film sin más, irrelevante y mezquino (en sintonía con otro bodrio muy popular entonces: Platoon).

Eyes wide shut (1999), la última pedantería del ya entrañable Kubrick, es otra muestra de su torpeza e incapacidad para articular complejas reflexiones existenciales en un mismo nivel de reflexión. En su desmedida ambición, y pretendiendo ser un Buñuel, su fracaso ha sido mucho mayor: su film, que busca en lo onírico, lo aparente o la realidad misma un puente de conexión freudiana, concluye su soporífero metraje con una frase ya gloriosa salida de los labios de Nicole Kidman (y que omitiré). Y el espectador, tras la quizá-tomadura de pelo (bien envuelta tras sus magnos planos secuencia, milimétrica perfección y maestría kubrickiana), bien debiera preguntarse: ¿y todo esto para esto? Su última jugarreta bastó para situarlo, definitivamente, entre los grandes inmortales.


José Antonio Bielsa

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