BOLETÍN DE CINEMATOGRAFÍA INDEPENDIENTE * EDITORES: ERIC BARCELONA & JOSÉ ANTONIO BIELSA * COLABORADORES: JAIME AGUIRÁN, MARÍA PILAR BIELSA, NURIA CELMA, HÉCTOR CONGET, JORGE VARGAS, COLECTIVO CINEMA89 - BARCELONA / ZARAGOZA


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29.5.10

'Carta de una desconocida' (1948), de Max Ophüls -Crítica-


Cineasta vigoroso y cinematográfico como pocos, Ophüls fue lo que fue no tanto por lo que sus argumentos le proporcionaron como por el rigor de su inconfundible puesta en escena, confirmada a través de una planificación soberbia, armonizada a través de unos movimientos de cámara en plano secuencia portentosos, así como de un calado humano de una profundidad tan elevada que termina de reducir cualesquiera artificios a pura ley natural. Y de esto se entiende que sea uno de los genios más evidentes de la Historia del Cine.

Partiendo de un argumento bastante banal, Carta de una desconocida, más allá de la machaconamente reiterada adaptación de la novela breve de Stefan Zweig que supone, es todo un ejercicio de estilo en el que la pura lógica estructural logra trascender lo inane de su premisa argumental, adquiriendo así connotaciones sociales de una universalidad muy rara en el melodrama. Si hemos dicho que la historia, aunque bonita, es propensa al folletín lacrimógeno más repugnante, Ophüls, con su elegancia característica, logra omitir todos los puntos fatales en que pudo caer, recurriendo en los momentos precisos a la elipsis, a la sugerencia, o al mero apunte (en apariencia irrelevante, mas estudiado por entero). Esta perfecta conjunción sólo es lograda por medio de las sutilezas antes referidas.

Todo el film encuentra su lógica en la dualidad, que es constante, tanto en el plano argumental como en el meramente formal y de puesta en escena; así:

1) El evidente plano en picado de las escaleras que llevan al apartamento del pianista Stefan aparece en dos ocasiones filmado del mismo modo: la primera vez, Lisa (Joan Fontaine) observa oculta desde una esquina cómo Stefan (Louis Jourdan), del que está enamorada, lleva a una mujer a su vivienda; la segunda vez será ella misma la que en compañía del susodicho pianista vaya a su casa. En los dos momentos, más allá del punto de vista de la protagonista, la cámara los trasciende al ponerse por encima de los personajes, igualando a sendas mujeres, poniéndolas por tanto al mismo "nivel" ante el fascinador pianista.

2) El tiempo tiene su paralelismo a través de la pérdida. Cuando el pianista marche de viaje en tren con destino a Italia, él le dirá a ella que tardará dos semanas... pero no volverá; cuando más adelante, el hijo de ella (que también lo es de él), sea enviado por su madre con destino a un colegio, también anunciará que sólo tardarán dos semanas en reencontrarse... pero el tifus acabará con el niño. El sentimiento de pérdida irrecuperable ya es percibido en el segundo caso, pues el director filma la despedida madre-hijo del mismo modo que ya filmara la anterior, esto es la separación entre el pianista y la desconocida, que ya estaba embarazada para entonces del futuro hijo que él no llegaría a ver y que, en justa lógica fílmica, desaparecerá como desapareció el padre.

3) La función de los objetos, bien acompañada por la planificación, es otra constante en el cine de Ophüls, ratificando su control absoluto sobre el cuadro. En muchas ocasiones los objetos nos anticipan la respuesta del destino de los personajes; por ejemplo: cuando la protagonista le cuenta a su marido (al que no ama, pero con el que se casó por conveniencia) que va a ayudar a su amado el pianista (tras el reencuentro inesperado en la ópera), éste le advierte que él hará todo lo posible para impedirlo: para potenciar la violencia del momento, el director coloca colgados de la pared del fondo una serie de objetos defensivos, de ataque, como lo son las espadas. En otro momento, tras despedirse de su hijo en la estación de tren, y tras ser advertidos de que una epidemia ha hecho que el vagón en el que ellos han entrado esté en cuarentena, percibimos las fatales consecuencias, y para ello Ophüls filma a la protagonista aproximándose a la cámara mientras unos barrotes en punta sitos en primer plano la van ”atravesando” conforme se acerca. El maravilloso simbolismo de la rosa blanca, que él primero le regala a ella como signo de afecto, y que luego ella le devuelve no con una, sino con un manojo de éstas, culmina en el perfecto contrapunto de las rosas blancas marchitas, ya después de que él sepa de la muerte de ella víctima del tifus.

En fin, tantas son las sutilezas geniales de esta impar película, tal la grandeza fílmica demostrada, que podemos confirmar que aguantaría una decena de visionados sin perder matices; cine en estado puro, en definitiva. Una hermosa razón por la que valdrá la pena haber vivido.


© José Antonio Bielsa Arbiol

3 de febrero de 2007
Texto revisado y corregido el 29 de mayo de 2010

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