BOLETÍN DE CINEMATOGRAFÍA INDEPENDIENTE * EDITORES: ERIC BARCELONA & JOSÉ ANTONIO BIELSA * COLABORADORES: JAIME AGUIRÁN, MARÍA PILAR BIELSA, NURIA CELMA, HÉCTOR CONGET, JORGE VARGAS, COLECTIVO CINEMA89 - BARCELONA / ZARAGOZA


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12.1.11

LA MUERTE EN PANTALLA (de 'Idea y degradación del Séptimo Arte')

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Dos fotogramas de Tenebre (1982), ultraviolento giallo de Dario Argento, en el que la muerte deviene finalidad esteticista.


El progresivo recrudecimiento de las imágenes de violencia (bien barato por lo demás) anticipa un cambio ya palpable en la mentalidad de los nuevos tiempos. Un filme del indudable interés de Cinema Paradiso resulta ejemplar en lo que a la captación de tipos humanos y sus reacciones ante la pantalla del cine de un pueblo se refiere. Aunque los personajes son caricaturas, sus reacciones atienden a una lógica que al espectador de hoy podría resultarle ilógica, mas no deja de ser de un verismo implacable como sabemos por testimonios. Por eso, cuando el espectador de antaño se enfrentaba -frente a la pantalla- ante la muerte de uno de los personajes, era consciente de que, aunque no estaba viendo una muerte “real”, sí la estaba viendo en tanto que representación, por tanto verosímil y lógica durante la proyección misma. Este simple apunte pierde fuelle conforme nos adentramos en la naturaleza humana: ¿acaso eran nuestros antepasados más sensibles a la muerte del otro que nosotros en los aspectos concretos de la vida? Evidentemente, no. Simplemente eran sensibles a la visión desde fuera.
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La irrupción de la televisión, y en especial la de los democráticos noticiarios, que en su pretendido “vigor y/o rigor visual” terminan resultando repugnantes y manipuladores, afectan particular, e inconscientemente, al espectador inconsecuente que no acude al cine sino para confundirse. La confusión entre realidad y no-realidad, ya un lugar común, adquiere todo su significado a comienzos del siglo XXI, con la apoteosis de las tecnologías digitales sobre el extinto cinema. No es de extrañar, pues, que un filme del tan dudoso gusto visual de Matrix, recurra en su descarada incongruencia narrativa a todo tipo de imágenes violentas que reduzcan la muerte a una simple partida de videojuego. El cerebro humano del niño y el adolescente (en definitiva, el tipo de espectador para el que va destinado un producto como el antes mentado) es el más fácil de moldear, y puesto que la lectura (forma de estímulo intelectual y de la ejercitación del pensamiento, aunque no pase de ser un “andar con muletas” sobre la base de ideas ajenas, como confirmó Schopenhauer) ha perdido toda su significación (lo que hoy, y generalizando, se lee, difícilmente puede resultar intelectualmente beneficioso, en algún aspecto siquiera, para el pensamiento del individuo que se empapa de esa ponzoña) en lo que bien podría denominarse “una ilustración del individuo”, se recurre a las imágenes como medio de enseñanza. Perversa enseñanza. Desde niño, el individuo ve (que no visiona) la muerte (una palabra en imágenes) como algo cotidiano, pero distorsionado (en tanto justificado: morir implica pagar por), de modo que la idea, la no-idea, deviene pulsión, y con ella, el temor a pensar realmente sobre la naturaleza de la misma, conlleva una serie de factores negativos como son el miedo al otro (más que un enemigo, un elemento de presión) y a sí mismo (el individuo no es capaz de sostener un código ético, caso de esbozarlo, por lo que la culpa inconsciente, antes de ser culpa evidente, le lleva a proyectarse en el otro, pero temiendo su propia incapacidad de resolución). El cine directamente comercial fabricado en Hollywood a comienzos del siglo XXI y con elementos violentos, responde de lleno a esta mentalidad. No se trata ya de satisfacer las carencias de la masa alienada, se trata de hacerles ver a ellos, que ellos, ellos y no él ni ella, aunque nimios y sin entidad, pueden aplicar unos valores, idénticos valores (desde luego inadmisibles) a una serie de puntos codificados (por más de un motivo nacionalistas) a su propia jurisdicción territorial (su conocimiento del mundo, de este modo). La materialización de este proyecto político-económico encuentra su mejor conato en el llamado videojuego, que es la suplantación de la personalidad del individuo a la máquina. Productos con forma de película cuyo punto de partida es un videojuego reiteran esta tendencia. La película priva (en cuanto elemento cerrado) al individuo de movimiento: la superación de lo ofrecido en la película está en el videojuego. Un único argumento sostiene el invento: matar o morir, literalmente. El miedo a la muerte como potenciación de la burda autodefensa. Así, la más efectiva forma de aniquilación mental en masa, generando el miedo a costa del vacío sobre el que el pensamiento popular yankee reposa. En efecto, la influencia de este efectivo ha sobrepasado tales fronteras, siendo en Europa una realidad a voces. Mas maticemos.
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Más que una preocupación ya desde tiempos inmemoriales, la muerte es el miedo irreprimible de toda sociedad “desarrollada” que autosatisface sus carencias produciendo y consumiendo. El cine entendido como producto a consumir por medio de un reclamo comercial lo suficientemente llamativo como para no hacer pensar demasiado al que consume, aquí una contradicción. Si el pensamiento filosófico se sostuvo especialmente por el siempre presente miedo a la muerte en tanto fin de la vida sin respuesta, la obviedad acomodaticia del que consume debe ser correlativa al interés del productor por facturar un producto que, prometiendo grandes pensamientos (en imágenes) no traicione la no-ética del comerciante (en imágenes) ofreciendo un producto cuya trascendencia última (que no su pretendida trascendencia) se limite a recalentar en imágenes lugares comunes salpicados de violencia y muerte. La conclusión será siempre la misma: ocurra lo que ocurra, lo importante es sobrevivir, seguir vivo, pues. La proeza intelectual es bien dudosa, cierto, pero Hollywood asume así el grueso de sus productos.

Como ejemplo, el cine bélico de las tres últimas décadas del siglo XX, tendente hacia idéntica idea. La única excepción auténtica sería Johnny cogió su fusil, no ya por su evidente postura (dedicar el centro de su narración a la víctima, al muerto si se quiere), sino por “traicionar” la concepción académica que del género se tenía pero sin que eso implique una nueva tendencia precisamente. Las falsas posturas éticas para asumir la muerte llegan a alcanzar en el género el puro recochineo en su sucia exposición, pero aquí, Trumbo, consecuente con el horror de la violencia que conlleva toda guerra, matiza con una diferente emulsión (del blanco y negro al color) la organización de la historia, de carácter onírico. Este filme es el único islote que sobrevive en un océano de despropósitos. Mostrar la muerte en directo ya no requiere de discursos plenamente razonados, basta ser efectista y cargar las tintas allí donde cineastas íntegros (como Ford, como Walsh) supieron mantenerse contenidos. Basura de la bajeza moral e intelectual de Platoon, La chaqueta metálica o Salvar al soldado Ryan, entre tantas otras estafas, en su pretendida defensa de un llamado realismo “total”, han caído en lo más bajo: hacer del inquietante momento de la muerte un espectáculo inerte sin otra función que la simplemente acumulativa. Podemos ver una muerte, dos, tres, o hasta quizá diez, cien, a lo largo de un metraje, pero asumiendo que detrás de cada una de esas muertes existe un ser humano, no un pretexto numerado cuya única función es la de ser borrado. Podemos caer en la bajeza de filmar la muerte buscando una coartada esteticista que nos respalde, mas en nuestra incongruencia caemos todavía más bajo. Filmar con travelling de alejamiento una matanza multitudinaria, por ejemplo, puede resultar visualmente vistoso, pero carece de cualquier sentido en cuanto se aleja del conflicto interno. No menos recurrente es esa inversión de términos consistente en confundir al espectador. Muchos filmes salpican de violencia en primeros planos sus fotogramas, pero al llegar al momento crucial, de mayor violencia, optan por filmar fuera de plano esa violencia (sobre esto último volveremos después): se trata de una forma de negar lo antedicho, de aproximarse al hecho violento con deshonesta morbosidad para luego optar por la “pulcritud” comprometida del esteta inconsecuente.
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Se alabó mucho en su día La chaqueta metálica, película aborrecible por las siguientes razones:
1) reduce el hecho bélico a una excusa para practicar un ejercicio de estilo sin otro sentido que el de la autocomplacencia visual;
2) divide su metraje gratuitamente en dos partes que ni se complementan ni se comprenden por separado, dada la tosquedad de su trazado argumental;
3) opta por el efectismo más barato como vía de escape ante el sopor de su mimetismo; y
4) traiciona la ética del buen cine bélico al negar al discurso de su puesta en escena la menor solidez humana, cayendo en reiteraciones vergonzosas que llevan a la pura parodia. Kubrick, con este burdo producto, descalifica así a su previo Senderos de gloria.

Por su parte, el cine fantástico y de terror, sobre todo este último, experimenta una involución parecida. Terence Fisher, consciente de esta situación, hizo de su último trabajo, Frankenstein y el monstruo del infierno, una ingeniosa alegoría sobre esta seudo-transición. Respecto al filme de Fisher, en lo meramente superficial basta detenerse en el contraste de personalidad entre doctor y alumno, así como en el tosco sentido del humor que utiliza / estiliza el filme, resarciéndose con ironía de su pertinencia en un momento en el que este género ha perdido todo su sentido (obsérvese que este filme data del mismo año que El exorcista, título imprescindible -e impresentable- para comprender este cambio), infecto el soporte-fin que lo sustentaba, a saber: el estudio del mal y la lucha contra éste del bien, con toda la ambigüedad que ello conlleva, ya desde el Nosferatu de Murnau hasta Psicosis. Este paso hacia la llamada post-modernidad del género la marca un cineasta como Dario Argento, que vendría a ser la relectura errónea del estilo del padre del llamado giallo, Mario Bava. Filmes terrorífico-policíacos como El gato de las nueve colas o Tenebre, esa apoteosis de la sangre, subrayan la violencia y la muerte como fin último, anticipándose así a lo que estaba por llegar. La influencia de Argento será decisiva ya desde su primer largometraje, El pájaro de las plumas de cristal: poco importará el conflicto interno, y con él, la valoración ética de la muerte; a mayor número de muertes (y a más vistosas por violentas éstas) mejor progresión narrativa (luego comercial, como reclamo) de acuerdo con las premisas impuestas: la filmación esteticista y autocomplaciente de la muerte.

Esta gratuidad sigue de cerca los presuntos códigos estilísticos del llamado spaghetti-western. Un filme notable como La muerte tenía un precio, pese a su conseguido dinamismo estructural, supone un verdadero atentado al western “clásico” americano en cuanto dinamita la concordancia entre valoración humano-paisajística con el discurso de la puesta en escena, empezando por la cerebral planificación-desintegración en planos de Leone, que aumenta en demasía la caricatura de los personajes hasta reducirlos a números a eliminar. Esa pléyade de hijos negados (los imitadores de la fórmula) de lo que planteó Leone tuvieron la perfecta excusa (económica, se entiende) como para modificar mortalmente la psicología del hombre del oeste, ratificando así la perdida de valores del hombre moderno. Aberraciones posteriores como Bailando con lobos afirman la incoherencia que terminó de aniquilar el género. El hombre que mató a Liberty Valance, quizás el último gran western de la historia del género, se anticipaba con suma clarividencia al desastre cinematográfico, anticipando en su argumento la desaparición de ese concepto hasta entonces mayor en el cine: el de entender la muerte, la desaparición en suma, como la superación del arte, en cuanto motivo de reflexión propio (llámese estilo).

Podríamos extendernos a otros tantos géneros, mas con estos ejemplos bien podemos ejemplificar la idea básica esbozada, referida a la muerte en la pantalla, en los siguientes puntos entendidos como resumen de lo ya expuesto, a saber:
1) que la muerte deja de ser un desestabilizador interno de la narración;
2) que la muerte es el fin en cuanto forma de espectáculo, como consecuencia de la violencia por la violencia, así la muerte por la muerte ratifica su cualidad absurda;
3) que a mayor número de muertes, previa difusión publicitaria, mayor posibilidad de éxito comercial; y
4) que, más allá de cualquier justificación, la muerte en pantalla atiende a una necesidad puramente fisiológica de resarcimiento del espectador hacia su entorno.

© José Antonio Bielsa Arbiol - 2005

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