BOLETÍN DE CINEMATOGRAFÍA INDEPENDIENTE * EDITORES: ERIC BARCELONA & JOSÉ ANTONIO BIELSA * COLABORADORES: JAIME AGUIRÁN, MARÍA PILAR BIELSA, NURIA CELMA, HÉCTOR CONGET, JORGE VARGAS, COLECTIVO CINEMA89 - BARCELONA / ZARAGOZA


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1.3.10

DURACIÓN DEL PLANO. HACIA EL PLANO MÁS BREVE (de 'Idea y degradación del Séptimo Arte')


Fotograma de El hombre de la cámara (1929), de Dziga Vertov,
obra maestra de la escuela rusa, dueña de uno de los montajes cinematográficos más fascinantes de la historia del Cine.


Los montadores rusos fueron los primeros en desafiar al ojo humano, superando para ello el lenguaje establecido por Griffith. Una pretensión vanguardista típica de un momento determinado antes que una solución última ante la carestía de celuloide y medios técnicos. Eisenstein, bien consciente del poder catártico de su hallazgo, supone la culminación de esta forma de concebir el hecho cinematográfico. Su Teoría del montaje es el mejor ejemplo para profundizar en sus filmes: es preciso romper con las convenciones de tiempo y espacio: es preciso pues acabar con la unidad del plano. Basta con aproximarse a uno de los inclasificables experimentos de Vertov y percibir la extrema complicación del montaje, ese proceso de ordenación con el que el caos visto es reordenado. El artificio de la rapidez, la no-percepción del plano en algunas secuencias, entre el documental artístico y la representación teatralizada de un filme como El acorazado Potemkin, no son nada realmente al lado de los experimentos de Vertov. Si Eisensetein aplica a su cine sus teorías del montaje, Vertov las extrema hasta el límite. Del producto oficialista al documental experimental distan dos pasos: la moderación y la autocomplacencia. Acaso gratuitos en su sofocante mecanicismo, estos trabajos, anticipan, si se quiere, la nefasta tendencia actual a acelerarlo todo hasta perder, literalmente, al espectador. Una diferencia: el cine ruso supo montar sin traicionar la ética de la consistencia fílmica, todo lo contrario que esa tendencia actual, huérfana de criterios teóricos consolidados. Ver ese todo para no ver absolutamente nada: el plano deja de ser, ausente toda planificación. Como resultado a corto plazo: la aniquilación mental del individuo a través de esas imágenes en movimiento.

La cuestión sobre la duración del plano es un tema tan viejo como el cine, pero requiere de un sólido estudio que lo refuerce. La mentalidad actual tiende hacia la mínima duración del plano en tanto el plano ya no es unidad. De este vacío se alimenta todo cineasta formado en la televisión, y más concretamente, todo cineasta que como Ridley Scott pensó el cine, si acaso llegó a pensarlo, desde la publicidad televisiva, medio, no lo olvidemos, del que procede un gran número de realizadores. Este cineasta, autor de tres filmes aceptables, es, con todo, el responsable de una tétrica galería de despropósitos no-cinematográficos. No centraremos nuestra atención en tan grisáceo asunto, pero sí dedicaremos una líneas al comentario, soterrado, de uno de sus filmes más alabados por crítica y consumidos por público, el horrendo Gladiator, grosero fraude que, como bien se dijo, “resucitó” el peplum. Mas compárese con otro filme argumentalmente parecido, aunque en lo cinematográfico infinitamente mejor: La caída del imperio romano, de Anthony Mann. Muchos comentaron los parecidos entre ambos, llegando a hablar de plagio. Nada que discutir. Pero, en esencia, siendo argumentalmente tan parecidos, ¿qué los hace tan diferentes? Dejando de lado cuestiones tan burdas como la presunta, como se dice, “estética de Scott” (a saber qué será eso), percíbase la efectista disposición del montaje, consistente en ir reduciendo la duración del plano (o lo que sea) en los llamados momentos de acción, saturando pasajes de violencia en general con efectos sonoros y ralentíes que (pésimamente utilizados, claro), en varios planos (o lo que sea, de nuevo) distintos (nueva atrocidad) parecen querer dirigir la acción, la no-acción, pues, hacia el detallismo morboso injustificado a través de imágenes prefabricadas salidas del cerebro que articula la función, un ordenador. La cámara de Scott (el ordenador) filma de manera indiscriminada aquí o allá. No sabe de ética, pues. ¿Qué puede saber, siquiera intuir, de ética un ordenador? Ese gusto por el efectismo visual de la violencia, en tanto que no asume un punto de vista personal lo suficientemente sólido, entiéndase justificable, como para aprobar su apología de lo sanguinolento, descansan en la negación misma de filmar en planos muy breves un acto cuya gravedad requiere de un plano lo suficientemente largo. La mejor forma, la más respetable, sería la elipsis. Bresson fue consciente de este problema en Lancelot du lac, pero también, y desde una óptica muy distinta, lo sería Sam Peckinpah, que potencia la violencia por medio del ralentí y del plano breve, pero contraponiéndolo a otros mucho más largos, planos anticipatorios, logrando así una cierta unidad, no del todo lograda en un filme suyo como Perros de paja, cuya lúcida verdad queda desteñida por un tratamiento paródico de los personajes, algo que también aqueja buena parte del cine de Sergio Leone.

Podemos afirmar que plano breve es igual a desidia estilística, amén de intento de ocultar a malos actores o impericia narrativa o simple pereza. Se tiende a ir hacia el plano breve, sí, pero como respuesta al plano secuencia. Articular un plano secuencia, es decir, conferir unidad a un plano largo, está en manos de muy pocos. Ahora bien, ¡cuán pronto se cae en el artefacto inútil! Un plano secuencia en Tarantino, fuera de esa presunta corrección técnica, es un ejercicio de estilo al servicio del vacío, carente de cualquier sentido, un ejercicio de no-estilo pues. Un plano secuencia en Ophüls es, por el contrario, un recorrido interior entre dos puntos. Es decir, el buen plano secuencia es el que el espectador no percibe mientras ve la película, absorbido por el drama interior de la misma. Si en Carta de una desconocida Ophüls no hubiera recurrido al plano secuencia su película hubiera sido mucho menos intensa. Ese dramatismo, la tragedia de cada personaje, cobra vida conforme persiste el tiempo durante, sin cortes. Así lo entendía, marcando la diferencia, Tarkovski: esa ambición “por no cortarse” es lo que da vida y autonomía a cada uno de sus planos. No ocurre lo mismo con El Arca rusa: la pericia técnica de filmar todo el metraje en plano secuencia (técnicas digitales de filmación obviadas) carece de un verdadero sentido más allá del artefacto esteticista, y tecnológico, que implica.

© José Antonio Bielsa Arbiol - 2005

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