BOLETÍN DE CINEMATOGRAFÍA INDEPENDIENTE * EDITORES: ERIC BARCELONA & JOSÉ ANTONIO BIELSA * COLABORADORES: JAIME AGUIRÁN, MARÍA PILAR BIELSA, NURIA CELMA, HÉCTOR CONGET, JORGE VARGAS, COLECTIVO CINEMA89 - BARCELONA / ZARAGOZA


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7.3.09

LA CIUDADELA (King Vidor, 1938) -Crítica-


La ciudadela (The citadel)
Estados Unidos, 1938
Dirección: King Vidor
Intérpretes: Robert Donat, Rosalind Russell, Ralph Richardson, Rex Harrison
Guión: Ian Dalrymple, Frank Wead y Elizabeth Hill, según la novela homónima de A. J. Cronin
Fotografía: Harry Stradling
Música: Louis Levy
Emulsión: B/N - Duración: 113 min.


La ciudadela es uno de los grandes logros del corpus fílmico de King Vidor (1894-1982), extraordinario cineasta hoy prácticamente olvidado cuyas preocupaciones de humanista siempre han conferido a sus filmes un alcance moral y filosófico mucho mayor del que desgraciadamente se ha querido ver en tanto que filmes: efectivamente, el cine, por su convencional condición de mero entretenimiento, ha tenido que cargar con este prejuicio tan difundido, cuando, llevado con el talento de un genio como Vidor, puede ser un medio de difusión de ideas y pensamiento tan rico como la más eximia literatura.

La carrera de Vidor abarca las cuatro décadas más gloriosas de la historia del cine, y va desde 1919 con The turn in the road hasta 1959 con Salomón y la reina de Saba, su primera y última película como director, respectivamente. Entre sendos trabajos, encontramos obras maestras de la talla de El gran desfile, Y el mundo marcha, El pan nuestro de cada día, Paz en la guerra, Stella Dallas, Cenizas de amor, Duelo al sol, El manantial, Pasión bajo la niebla, La pradera sin ley y Guerra y paz, entre otras, además del título que aquí nos lleva, La ciudadela, uno de sus más intensos y profundos retratos del individualismo, la gran preocupación vidoriana.

El cine de Vidor, como el de todos los grandes, es un cine sustentado en la reflexión existencial del individuo, si bien a través de la puesta en escena, trampolín para desplegar el lenguaje cinematográfico, y con él el propio estilo de cada director para con su película, lo que será determinante para así plasmar personal y subjetivamente su reflexión del ser humano; claro que en el cine de hoy, obviamente, esto ya no se hace, pues todo se reduce en ver quién fabrica la película más horrorosa y nauseabunda de todas con el propósito de sacar más dinero y llenarse los bolsillos a costa de la mediocridad de la gente, ese público cada vez más adocenado e insensible a las imágenes razonadas, a la reflexión, a la belleza, a la sensibilidad y a todo aquello que implique pensamiento. Pero vayamos a lo nuestro, que es Vidor y su película.

El lineal argumento de La ciudadela es sencillo y puede resumirse en unas pocas líneas, a saber: de cómo un joven médico que se inicia en la profesión comienza atendiendo a las pobres gentes de un enfermo poblado minero para, tras un choque con esta sociedad como consecuencia de sus investigaciones científicas, mal vistas por ellos, lograr a raíz de los resultados obtenidos por las mismas ascender en su puesto, yendo a parar a la ciudad, donde se codeará con la rica sociedad y no tardará en degradarse por culpa del dinero y el lujo para, tras un hecho decisivo que modificará su visión de las cosas -la muerte de su mejor amigo-, tomar nueva conciencia de su misión de médico en el mundo y volver a sus orígenes junto a los más necesitados. Así contado, el argumento de La ciudadela podría pasar por ser el de un tendencioso cuento moral de escaso alcance, pero Vidor logra trascenderlo ofreciendo un discurso antropológico de alcance universal teñido de no poca amargura. Para ello, divide la película claramente en dos partes por medio de un fundido a negro en mitad del metraje, de modo que cada una de estas partes sea complementaria de la otra, cual cara y cruz de la misma moneda. De esta doble visión, de este choque de contrastes, lo individual podrá ser universal: pobreza versus riqueza, idealismo versus conformismo, etcétera.


La ciudadela es una película sobre la grandeza y la miseria humanas, y por ende el gran tema que tratará por encima de cualquier otro será la esencia del hombre y su lugar en la sociedad. Aunque son muchos los personajes que pueblan La ciudadela, uno destaca por encima de todos ellos, el del joven médico protagonista, Andrew Manson (interpretado por Robert Donat). A su rededor se pasearán otros tantos personajes, pero Andrew, en tanto que protagonista de la historia, será el hilo dorado que conduzca la narración. Nos encontramos ante un personaje muy complejo, lleno de humanidad, y por tanto tremendamente desigual y lleno de dudas. Al comienzo de la película, Andrew aparece como un joven médico que todavía no ha ejercitado su profesión. Vidor, consecuente con esta circunstancia, filma la acción en un tono casi de comedia, destacando el optimismo del ilusionado médico que todavía no sabe apenas nada de la vida dura que le espera. Pero pronto Andrew tomará conciencia de ello, y lo que antes era ilusión, pronto devendrá rutina y amargura. Sin embargo, la película, como hemos dicho, abraza otros personajes perfectamente definidos: uno de los más sólidos, menos titubeantes del film, es el de Christine (Rosalind Russell), futura esposa del protagonista, presentada como maestra en la escuela del poblado minero y una mujer realmente ecuánime; el segundo y último personaje positivo del film es Denny (Ralph Richardson), otro médico del poblado minero, caracterizado por su visión idealista de la profesión. Todos los demás personajes de la película, tanto los pobres del poblado minero como los frívolos ricos de la ciudad, sean médicos o pacientes, son seres mediocres que viven miserablemente sus ricas o pobres vidas en la alienación. Y ésta es una de las cosas que Vidor, sin subrayados evidentes, más se empeña en resaltar: lo anodino y vulgar de la vida, la debilidad humana y, en definitiva, el miedo a la libertad, porque la libertad implica muchas renuncias, como al final del film se verá, muchas renuncias materiales y sociales que, por contra, sólo podrán darnos a cambio lo más importante: la conservación de nuestra integridad humana. Y éste es el fondo moral sobre el que se articula el discurso del film.

El cine de Vidor es el cine del individualismo, del hombre enfrentado al mundo, un mundo lamentable y absurdo donde la voluntad de los individuos ha sido aniquilada desde la raíz, si se quiere desde la cuna. En La ciudadela esto adquiere proporciones inauditas, anticipando la que sin duda es la obra capital de Vidor, El manantial. Pero si allí será un arquitecto el personaje lúcido y luchador enfrentado al sistema, aquí es un médico, y la diferencia es certera: no es lo mismo un duradero edificio creado por la propia mano, con toda la ambición de estilo que uno quiera darle, que el frágil cuerpo de un ser humano, ya creado por accidente. Uno de los momentos más brillantes de la cinta, durante la primera parte, lo constituye aquél en el que Andrew, tras salvar de la muerte con todo su esfuerzo a un recién nacido que parecía estar condenado a morir, sale de la pobre casa donde se ha producido el alumbramiento y, la cámara, siguiéndolo con un travelling, nos conduce junto al personaje a la casa vecina, donde a través de una ventana presenciaremos un velatorio. Será entonces cuando el médico, al mirar por la ventana y asociar el fallecimiento a la epidemia que asola el poblado, comprenda cuán lejos está realmente de alcanzar la satisfacción profesional y personal deseada. En su intento por alcanzarla, decidirá, junto a Denny, que ya tenía esto en mente, dinamitar las alcantarillas, el lugar donde se ha incubado la epidemia que asola a la población. Entre tanto y al margen de su servicio médico, Andrew creará un laboratorio donde investigar la causa de las enfermedades pulmonares de los mineros, pero debido a su empleo de cobayas será mal visto y criticado, siendo su laboratorio asaltado y destruido por las propias personas a las que él se dedica en cuerpo y alma. Este duro choque supondrá una ruptura en su vida, y dará paso a la segunda parte del film, desarrollada en la ciudad, en la que, tras dimitir de su puesto en el poblado minero, se instalará con su esposa. Hasta aquí, Andrew ha sido, pese a sus irregularidades, un individuo íntegro movido por un propósito propio, es decir bajo el dictado de la ley moral, pero a partir de este cambio, el médico ingenuo se convertirá progresivamente en un ser mezquino y mediocre movido por intereses externos a su esencia de hombre y de médico. Su encuentro con un compañero de estudios, el Dr. Lawford (Rex Harrison) servirá de puente para este cambio, ilustrándole los placeres de una vida mundana llena de placeres, la de la medicina al servicio de los ricos, del poder del dinero en suma. En poco tiempo pasará a formar parte de esta "élite", pero su vida se irá desmoronando progresivamente. Su esposa, que no rechazó su proposición de casarse con él por amor a su antiguo carácter, comprenderá que ya no es él, sino otro, lo mismo que Denny, quien tras una visita a la ciudad con la idea de proponerle un proyecto médico en el que apenas hay dinero, sufrirá la desdeñosa indiferencia del que era su mejor amigo. En respuesta a esto, Denny se emborrachará y, tras un encuentro al anochecer en la casa de Andrew con éste, le dirá bajo el pretexto de su borrachera todo cuanto de él piensa, poniéndolo de parte de todo cuanto más detestaban en sus viejos tiempos: esa medicina lujosa que vive de parte de la mentira y la futilidad, de la sumisión al dinero, no del servicio a las personas que realmente lo necesitan. Andrew recibirá la noticia con desagrado aunque sin afectarle especialmente, pero a la mañana siguiente, al enterarse de que Denny ha sido atropellado por un vehículo, hará todo lo posible por salvarle la vida, para lo cual lo dejará en manos de un socio suyo cirujano, el Dr. Every (Cecil Parker). Andrew asistirá como auxiliar a la operación, sencilla en principio, pero en la que Denny morirá por culpa del nulo interés puesto en ella por el Dr. Every. Profundamente aturdido por la absurda muerte de su amigo, Andrew tachará de asesino al incompetente cirujano y abandonará la clínica sin rumbo fijo. En su desesperación caminará durante horas, redescubrirá en las calles la pobreza, la enfermedad, y reflexionando sobre su inconsciencia, ya al fin de su larga caminata, de noche sobre un puente, arrojará unas monedas al agua: como la propia agua del río, una voz en off reflejará sus pensamientos, y comprenderá cuán engañado ha vivido como mero instrumento de la mentira. Es el momento más intenso, más bello y profundo de la película, aquél donde el alma del individuo, del médico, queda al descubierto: en soledad, sin más apoyo que sí mismo, tendrá que tomar una decisión cuanto antes, y así lo hará. Así, para redimirse primeramente, Andrew decidirá hacer algo por una niña muy enferma a la que ya conocía que sufre un mal servicio en un hospital para pobres. De allí la llevará, saltándose el reglamento, a un médico honesto y competente, pero que ejerce sin el título, el Dr. Stillman (Percy Parsons). Esto provocará un gran escándalo de fatales consecuencias para su carrera.

La última secuencia de La ciudadela se desarrollará en un tribunal médico donde se decidirá el futuro de Andrew. Al conocer la comunidad médica que éste, además de la falta cometida, va a colaborar en los proyectos del Dr. Stillman, le será anulada su titulación, pero antes Andrew emitirá un soberbio discurso donde pondrá las cosas en su sitio, dejando al descubierto la hipocresía y bajeza imperantes en ese mundo de apariencias que ya nada significa para él. Vencedor moral, Andrew abandonará la sala junto a su esposa. La película ha terminado. Lejos de estar ante un final feliz, estamos ante un final consecuente, y Vidor, que cree en lo que dice -y esto lo ha dicho a través del discurso final de Andrew-, acepta en cualquier caso la derrota social con la consiguiente marginación antes que la anulación de la voluntad del individuo, ese bien sin precio que es, por encima de todo, el más elevado valor de todo individuo íntegro. De esto nos habla La ciudadela, una película maravillosa y toda una lección para la vida.

José Antonio Bielsa Arbiol